Orlando Hernández Martín

De La ventana

Fragmento del primer tiempo

Al alzarse el telón, tras unos compases de música martilleante, obsesiva, la oscuridad va cediendo y aparece una extraña habitación gris, plomiza, sin puertas, como si dejase ver un retazo de trasmundo. Todo por ser mínimo parece incendiario, duro. De entre el hiriente gris solo destaca al fondo una ventana cerrada como una cometa de madera. Tras la fría oscuridad y la música obsesiva, una voz dejará escuchar desde el techo de la sala las palabras de Lucas el apóstol, citadas ya por Diego Fabri en “Inquisición”.

VOZ.— “No hay nada escondido que no haga manifiesto, ni nada secreto que no sea conocido y venga a ser manifiesto”. Mirad, pues, como oís; mirad, pues, como oís…

(Al comenzar la acción, PABLO está sentado en el suelo. MARTA, que estaba de pie, de espaldas, se vuelve).

MARTA.— Es malo y no se puede, ya nos lo tienen más que advertido.

PABLO.— Es malo porque no se puede. Tú, por ejemplo, lo quieres. ¿A que sí? ¿A que lo deseas?

MARTA.— Posiblemente; pero no se puede. Nosotros nacimos para obedecer.

PABLO.— ¿Cómo?

MARTA.— Que nacimos para obedecer. Eso al menos es lo que nos han enseñado.

PABLO.— ¡Lo que nos han enseñado! ¿Es que acaso sabemos algo? ¡Dime! ¡Contéstame!

MARTA.— ¿Por qué te atreves a preguntarme? A mí no me permiten ni balar, que hasta las cabras lo pueden hacer a cualquier hora. Pero a nosotros, ni eso.

PABLO.— La mayoría de las cabras se asegura que están locas.

MARTA.— Posiblemente; quizá por eso las persigue el macho.

PABLO.— Desde luego, no tiene conciencia el macho, ni la cabra, ni nosotros tampoco. Bueno, nosotros sí que tenemos conciencia.

MARTA.— Yo me conformaría con vivir un día plenamente. ¿Tú has podido alguna vez agotar todas tus posibilidades?

PABLO.— Yo estoy siempre, siempre, siempre. Nunca, nunca, nunca tan vacío como ahora. No sé lo que es no estar. Por eso me hastío de andar. Son muchos pasos hacia lo mismo.

MARTA.— ¡Lo mismo! ¿Qué es lo mismo para ti?

PABLO.— ¡Eso! Lo mismo que para cualquiera.

MARTA. — ¡Ya! Y, sin embargo, nos empeñamos en agotarle las vueltas a lo que no necesita siquiera explicación.

PABLO.— Pero es cuestión de matices. ¿Tú nunca has oído hablar de un tío raro?

MARTA.— La verdad es que yo apenas si recuerdo lo que es una conversación de las que se consideraban normales. He agotado tantas palabras, que ya no me queda memoria. (Recordando). Pero, no obstante, sí, recuerdo que tienes razón, que se hablaba mucho de la gente rara, aunque nunca pude comprender quiénes eran los raros.

PABLO.— Pues muy sencillo: raros eran todos; pero por turnos, según a quien le correspondiera juzgar a quien.

MARTA.— Pero contra nosotros están casi todos los que ya han logrado instalarse en algo. ¡Qué miserables! Somos tan pobres…

PABLO.— Los millonarios, en cambio, lo tienen todo. A nosotros nos ha tocado vivir en pobretones completos. Ni siquiera podemos encerrarnos, porque hasta en este lazareto nos estarán juzgando. Y lo siento por ti, que yo al fin y al cabo…

 

 

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