Rafael Arozarena

Fragmento de la novela Mararía

En Femés no hay gallos para cantar la madrugada; en Fe­més este oficio es para los perros, que perros sí que hay, delga­dos, asustadizos, con las orejas puntiagudas y más de cuatro garrapatas en el cuello. En Femés los perros son los amos porque son muy dueños de sus vidas, porque son los amos de sus amos, aunque de patadas, piedras y variscazos tengan el lomo más que satisfecho. Los perros de Femés son amigos de las mos­cas, a quienes nunca espantan por verdes que éstas sean. Los perros en el pueblo son los señores, porque si es verdad que no comen, también es verdad que no trabajan. Los hombres y los perros cuando se cruzan por los caminos se saludan interiormente con una reverencia porque ambos se saben guardadores de secretos especiales. Durante la noche los perros de Femés no ladran a la luna, porque la luna no es forastera en el pueblo, ya que la luna es de Femés y nació en lo alto del monte Tina­zor en la fecha misma que nacieron ellos. Pero al alba es otra cosa. El alba en Femés comienza con un tono claro en el hori­zonte y un color azul frío como el acero. Es como si apareciese una espada o un largo pez luminoso. Entonces los perros salen de las casas, de los grandes patios donde han pasado la noche y se reúnen en la plaza, si plaza puede llamarse al llano de tie­rra apelmazada que hay frente a la iglesia. Desde allí ladran furiosos a la torre, que en esos instantes se vuelve negra y hasta más alta. Los perros ladran mirando hacia arriba, hacia el cam­panario. La gente del pueblo dice que los perros a esa hora confunden la torre de la iglesia con Mararía la bruja, porque ella tiene la silueta alta y oscura y los ojos le brillan como los bron­ces de las pequeñas campanas. Luego todo vuelve a quedar en silencio. La cima de la montaña es lo primero que adquiere un tono rosado. Las casas del pueblo se van perfilando mejor y la torre de la iglesia termina por perder su tetricismo. Entonces los perros salen del pueblo, enfilan el camino y siempre con el hocico pegado a la tierra, se pierden por la amplia y desolada llanura de secadales.

Isidro abre la venta cuando el sol comienza a anunciarse en el horizonte. Los hombres del pueblo se levantan a la par y sin excepción se dirigen a lo que ellos llaman su casino, en busca del primer trago de la mañana, para humedecer quizá aquella tierra resequida y huraña que se les presenta en los sueños y donde cada uno, irremisiblemente, cava su propia fosa.

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