Creemos no caer en una exageración al afirmar que todo el mundo conoce a Juan Cruz, o al menos todo el mundo cultural en el ámbito hispano. No en vano, bien sea en su faceta como novelista, como periodista, o como editor –varias aristas de un único cubo que es la escritura–, Juan Cruz ha recorrido una larga carrera. Posee un prolífico corpus literario que comienza con Crónica de la nada hecha pedazos (1972) hasta sus recientes Primeras personas (2018). Este largo periplo como escritor ha sido reconocido a través de diversos premios como el Benito Pérez Armas 1971 por la citada Crónica de la nada hecha pedazos, el Azorín de novela por El sueño de Oslo (1988), el Comillas de historia, biografía y memorias por Egos revueltos (2009), y el Premio Canarias de Literatura 2000, siendo el autor más joven en recibir este galardón.
El periodismo ha sido, como hemos señalado, uno de los ángulos de su actividad, de su vida —Premio Nacional de Periodismo Cultural 2012 otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte—. En este terreno su nombre está ligado sin duda a El País. Esta relación simbiótica entre Juan Cruz y El País ha dado como resultado un conocimiento y una complicidad lógica entre el escritor y su periódico, que tiene su plasmación en el libro que dedica al recuerdo del significado personal y social que guarda de la historia reciente, pero muy intensa, de este rotativo: Una memoria de El País: 20 años de vida de una redacción (1996).
Si el periodismo le facilitó a Juan Cruz el contacto con la cultura de primera mano, piel a piel; su labor como editor no hizo más que multiplicarla. Como responsable de Alfaguara, o como director de la Oficina del Autor del Grupo Prisa, sus experiencias con el elenco literario se acrecientan para bien de sus lectores, pues buena parte de esas vivencias con personalidades de la geografía literaria aparecen de forma muy natural en sus relatos.
Uno de los datos que descuellan en la biografía de Juan Cruz es el viaje, o el movimiento inherente al tránsito. Es un hombre cuyos escritos dan cuenta de esa continua traslación que, sin embargo, tiene siempre un lugar de partida al cual regresa una y otra vez, como si se tratara del movimiento de un péndulo que se estira y que vuelve a su posición de partida, o un abanico que se abre y se cierra —la unidad de su escritura es manifiesta—. Su origen es su casa, la familia; es el ombligo del cual se nace y del que nunca se desprende como señal de la raíz de donde crecemos. Y el espacio que lo representa es, sobre cualquier otro, Tenerife, la isla y el mar que la circunda. Esos viajes fomentan el conocimiento de otras realidades, de otros lugares; pero también una indagación íntima, un recorrido interior que corre en paralelo al propio trayecto que realiza. De hecho, en general, en toda su obra, como apuntamos, el viaje está presente, hasta el punto de que podemos observar en su creación auténticos libros de viajes como Exceso de equipaje (1995) o Asuán (1996). Si abrimos el concepto de viaje al que se lleva a cabo a través de la memoria, la presencia de este en la obra de Juan Cruz es más que transparente.
En sus escritos de índole biográfica aparece como un leitmotiv el vínculo humano e intelectual con numerosas personalidades del panorama literario en todas sus facetas: los más escritores, pero también por supuesto profesores o críticos, entre los que destaca un personaje que lo cautivó con su sabiduría desde que era casi un niño, el tinerfeño Domingo Pérez Minik. En todas las ocasiones en que surgen las historias vividas con esas figuras de relieve —no hemos encontrado ningún párrafo en su obra que lo desdiga, bienal contrario—, se advierte sobre manera el encanto con el que Juan Cruz ha gozado de tales vivencias. La pasión por la escritura que se manifiesta en él muy temprano se percibe en sus libros de manera intensísima. Si la familia, la infancia, su vida, su biografía, es el motor de arranque de su obra; la pasión por el uso de la palabra constituye la argamasa, el cemento que unifica todos aquellos episodios de su memoria que van a conformar la verdadera estructura de sus relatos. Su escritura evidencia un lirismo que encaja perfectamente con el tono introspectivo de sus referencias memorísticas.
Juan Cruz ha hecho de la memoria su baluarte literario; en su caso, se trata de una memoria más nuclear que contextual. Es decir, en su literatura la revisión del contexto sociohistórico de la dictadura y de la democracia deviene de la recuperación de la memoria personal, no al revés. Sin embargo, y este es uno de los grandes aciertos del novelista, el yo trasciende del individuo para configurarse como un personaje próximo, con el que el lector, si no llega a identificarse plenamente, sí lo hace de un modo bastante cercano.
El protagonismo de los libros de Juan Cruz lleva el nombre o la imagen del escritor. Pero, a pesar de que todo gire en torno a unas experiencias particulares, una familia particular, una realidad particular; no se convierte en un diario de uso exclusivo. En modo alguno, las historias que se relatan en sus textos cobran una dimensión universalizadota. Lo hace, además, con la rara habilidad de hablar con un lenguaje sencillo y poético de las cosas más comunes, más cotidianas, y transfigurarlas en las más trascendentes.
Y cuando la historia que nos cuenta forma parte de un hecho que ya no es tan común, como el diálogo tendido que no todos podemos llevar a cabo con un escritor ilustre, Juan Cruz no ceja en su empeño de convertir esos momentos únicos en un placer intelectual compartido. Para ello no duda en ser transparente en su escritura, con una prosa fluida, muy ágil, difícil de encontrar en textos que, como los suyos, están dotados de un cariz ensayístico; una prosa que ha dejado atrás el experimentalismo de la primera época ganando en narratividad y en claridad expositiva con el paso de los años, llevando a cabo una evolución al compás de las técnicas de la mejor novela española contemporánea.
En sus obras corre su vena periodística, sus relatos se mantienen dentro del territorio de la crónica, en la que el autor establece un contacto directísimo con el lector; existe una potente corriente comunicativa entre ambos, como se desprende del canon periodístico, en el que la necesidad de mantener el acercamiento al lector es básico. Nace ese diálogo con la impronta de la literatura como medio catártico, como vehículo para conciliarse con la realidad a partir de un proceso de redención que se lleva a cabo desnudándose. La literatura de Juan Cruz, valga la metáfora, es impúdica, pues exhibe sin vergüenza sus historias más íntimas: sus pensamientos que también son sus sentimientos. Se percibe, en esta línea, su literatura como un acto de confesión por medio del cual el escritor busca la paz consigo mismo. La palabra como recurso comunicativo, pero también como instrumento redentor.