Allí, en la casa de Guillermo, había, en esa atmósfera que el ficus y la evidencia hacían cubana, un cuadro en el que un Guillermo delgado como en las fotos y una Miriam alta y voluptuosa, pero un poco gatuna, o tigresa, posaban para la historia y para el cuadro como dos protagonistas atentos y excéntricos de un capítulo del libro que yo llevaba en las manos junto con la botella de Tía María. Le di a Miriam recuerdos de Barnatán, y, atolondrado, le entregué la botella.
Cuando Miriam vio el Tía María dijo:
—Por qué se pondría usted con eso.
Y hasta algunos años después no supe por qué me había dicho aquello antes de que pasáramos a ver a Cabrera Infante. El escritor estaba esperándonos con una taza de café en la mano ante la ventana pineal (así la llamaba él) a la que daba su escritorio, donde sobresalía, junto a un montón de papeles amarillos, una máquina de escribir Smith Corona, que tanto sale en sus libros que a su vez salieron de la Smith Corona.
Me miró como si yo fuera un gato, y en algún momento me dio la impresión de que él mismo iba a empezar a maullar conmigo, los dos por el suelo, gatos silenciosos y de pronto rabiosos. Gatos.
Me senté a su altura, donde me dijo Miriam, que a su vez le dijo a Guillermo:
—Mira, es de Tenerife, y te trajo una botella.
Su madre, su padre, su abuela, alguien era de Tenerife en la familia, como la madre de Martí, como tantos isleños de Cuba. De Tenerife. Parecía una llave, como la palabra Barnatán. Palabras para abrir puertas.
Guillermo no dijo nada, y no fue extraño, porque ya no diría nada en la hora larga en que yo estuve tratando de entretener su mirada perdida, hundida quizás en la propia falta de sustancia que tienen las visitas cuando uno está pensando en otra cosa.
Miriam trajo varios cafés, en tazas muy pequeñas, y en ese ir y venir trataba de aligerar el empecinado silencio del marido; muchos años después evocamos ese encuentro, que marcó para siempre mi percepción de Guillermo, la recóndita tristeza de su amor también en los momentos en que ya el nervous breakdown era la evocación, honda, cruel pero lejana, de un tiempo que podía haber sido distinto si no hubiera sido tan extraño corno infeliz. Alrededor había estado el swinging London, una rara felicidad musical y cinematográfica de la Europa del tiempo de Los Beatles, pero el fracaso de la Revolución cubana, que entonces aún no se llamaba fracaso, había sellado una parte importante del ánimo de aquel hombre.
Esa tarde en que fui allí con el Tía María no era él, no podía serlo, y aunque se recuperó, escribió otros libros, se alegró con el descubrimiento de un mundo distinto que nunca pudo parecerse a su mundo, había en el pudoroso silencio, e incluso en su risa, una sombra, un breakdown, que convertía Tres tristes tigres en un hermoso retrato de un universo póstumo, alejado por la herida que convirtió Cuba en una obsesión, en una necesidad y en un martirio.
¿Y qué se podía hacer en una hora de silencio, de su silencio? Le hablé de Tres tristes tigres, de lo que suponía para sus lectores de Tenerife, cómo nos había descubierto el valor de la noche y de los malecones; de lo que significaban para nosotros esos personajes desgarrados y al mismo tiempo tiernos; habíamos amado sus ocurrencias, su poder para convertir la palabra en una acción; vivíamos dentro de la novela, le dije, no podíamos desprendemos de ella. Sonrió con cierta tristeza, como si le estuviera hablando de un pasado remoto en el que él tampoco estaba; su libro es un bolero, le dije, y entonces ni sonrió ni dijo nada. Tampoco.
Miriam, solícita, iba y venía como si temiera que yo me ahogara en mi horror vacui, que iba llenando como dice Julio Cortázar que se rellenan las almohadas de la conversación, con un monólogo que te seca la boca hasta que, en efecto, ya no se puede más. Entonces vino Miriam por última vez, me acompañó hasta la puerta, y me dijo:
—La próxima vez le hablará, ya lo verá usted.
Le daba como pena que me fuera con aquella cara pálida de tanto hablar con Guillermo en silencio.
Pero en absoluto me fui vacío, esa sensación no la tuve.