Siempre quise contarte qué había en la foto de los suecos.
En ella aparece toda mi familia, excepto mi hermana Candelaria. Estamos casi todos, pues: mis padres; mi madre sonríe como sonreía ella, feliz; muchas veces no sonreía, aunque procuraba que no la viéramos, pero en esta foto ríe, abiertamente feliz como un hermoso recuerdo; mi padre, que sostiene una libretita blanca, me parece, y mira de reojo, como si ya se estuviera yendo, lleva un sombrero de ala ancha, creo que era un sombrero de ala ancha, y mira a la cámara como lo hacen todos, como si detrás del cristal hubiera una ilusión, u otra historia; él estará imaginando entonces lo que iba a hacer luego: nunca estuvo quieto, y en las manos se le ve esa voluntad de marcharse, en otro sitio están esperándole; se espera a sí mismo en otro sitio; mi hermana Carmela se apoya en mis hombros y se enfrenta a la cámara con su mirada afirmativa, y lleva un delantal rotundo y un flequillo oscuro y ordenado que le añade juventud a su mirada adolescente, y con esa misma mirada observa inquieta al sueco que hace la foto, como si ella misma quisiera disparar; los dos niños rubios son Gofio y Tamara, y también te hablaré de ellos: son los suecos, los únicos niños que no se llamaban como nadie en el barrio; Tamara nació en Suecia y Gofio nació al lado de mi casa, donde vivieron, por eso se llamaba Gofio; también se llamaba Taoro, pero debieron llamarlo Sebastián para poder registrarlo; se llamaba, pues, Gofio Taoro Sebastián; me agarraba del pelo, cuando niño; mi hermano Paquillo está subido, descalzo, pero eso no se ve, al pretil de la camioneta de los suecos, y él también contempla la cámara con detenimiento y curiosidad, como si le estuvieran filmando para siempre, y lleva una camiseta blanca que creo que algún día le envidié, y yo juego con la simetría de mis dedos, sostenido por mi hermana, que no se escape ese chico, decía ella, que no se escape ese chico, por eso parece ansiosa, como si fuera ella la que va a disparar la fotografía. A mis pies camina difusa la Perrucha, que era nuestra perra, que mueve el rabo feliz y se va, hacia los pies de mi padre sobre la tierra asaltada por el sol de brumas que era el sol de mi infancia; su sombra diminuta va marcando el dibujo de su cuerpo, del que recuerdo el vaporoso tacto de sus huesecillos debajo de su pelo blanco y limpio. Al fondo, junto a la pared del almacén (el salón, así lo llamábamos nosotros) que estaba al lado de mi casa, debajo de una ventanilla, se ve muy pequeñito a un niño, que era vecino nuestro y que durante un tiempo se quedó en mi memoria con el rostro de aquel amigo que murió en un incendio mientras hacía lucir los fuegos en la fiesta de un pueblo. Tras la ventana inmensa de la camioneta se advierte la sombra tranquila del volante de baquelita, y se observa también la melancolía de los asientos vacíos que olían al cuero antiguo de los viajes. También se vislumbra, acaso sólo lo vislumbra la memoria y eso no está en la fotografía, otra ventana, que era la de mi cuarto, por la que llegaban las noticias y a través de la que yo intuí cómo era la vida ahí fuera; era una ventanita de cristal frágil que sonaba con los granizos, con la lluvia finísima, con los nudillos de la gente que anunciaba desastres de madrugada. El cristal estaba ajustado con clavos muy pequeños con los que yo jugaba de niño, como si quisiera dejar abierta la ventana, y siempre jugaba con el vaho, como si el vaho fuera la prolongación de la vida, o su certeza, y desde allí vi el mundo como si estuviera empañado. Un día sonó un ruido de madrugada, en esa ventana, y yo desperté, con el sobresalto inocente de los niños; a partir de entonces hubo un ruido quieto y resignado, como el que sucede a la noticia de una muerte en la noche, y desde entonces no he dejado nunca de escuchar ese sonido del recuerdo, y la ventana está ahí para perpetuar la sensación de ese rumor callado. No sé cómo fue el día siguiente, pero el silencio ya se pareció para siempre al que se produjo entonces. Yo lo percibí así, y así se quedó en mis recuerdos; siempre me pregunté por qué no me hablaron de esa noche, por qué el silencio fue siempre tan espeso.
En esa foto está la esencia de este libro, mi infancia entera. La foto de mi vida, llámala así. La foto de los suecos.