juan cruz

DE Primeras personas

Allí estaba Günter Grass, sentado, comiendo paté en la cocina; no puedo dejar de ver sobre la cabeza de las personas acusadas de haber participado en el bando de los asesinos ese signo de culpa que no se alivia ni con las palabras ni con el tiempo. Y aunque estuviéramos hablando de la Primera Guerra Mundial y de los sonámbulos que persisten desde entonces, en realidad, sobre la atmósfera de lo que él decía y de lo que decíamos nosotros, hasta en la forma de alabar la cocina de Ute, perduraba la sombra de lo que había ocurrido cuando salió ese libro. Él se fue de Alemania, a su casa de Portugal, entre el mar y el monte, el Atlántico y la tierra.

Amaya Elezcano, Juan González y yo mismo, ellos todavía en Alfaguara, y yo en el periódico otra vez, fuimos a verlo a Faro. En los ojos de Grass estaba ya ese ceño fruncido, como si le hubieran roto para siempre su paz y su palabra y ya tuviera que vivir culpable por donde fuera, dando razones que (él mismo lo decía) se explicaban una a una en el dichoso libro. Luego lees Pelando la cebolla («Trocitos de recuerdo, clasificados de una forma u otra, encajan dejando huecos») y ves por doquier esa culpa, en todas las páginas: culpa de haber ido a la guerra y culpa, entonces, de no haberse creído de inmediato esta evidencia: que Hitler había sembrado de sangre hasta las conciencias de los adolescentes, aquellos que gritaban «Tomorrow belongs to me» en la célebre película que reescribió el Adiós a Berlín de Christopher Isherwood. Y entre esos adolescentes rubios, cantando también, él lo dice, estaba Günter Grass, aunque este era moreno y de Danzig, que aún era Polonia, o casi.

Cada una de las páginas de ese libro era, y es todavía, la crónica de una culpa y por tanto de una extrañeza. El hombre que se arrepiente pero que no sabe darle la vuelta a la página: todo el libro incluye esa página de sangre, gas y crueldad, las cámaras llenas de los huesos anónimos de Europa.

Él estaba allí hablando de 1914, y sobre su cabeza el almanaque marcaba 1944.

Treinta años después, otro adolescente, Oskar, cargaba con la culpa. ¿Por qué no le exoneraron? ¿Para qué querían al Grass triste en los últimos años de su supervivencia después de haber escrito el libro más triste de su vida? ¿No había sido ya El tambor de hojalata esa autobiografía de la culpa: el niño que no quiere crecer y que de tanto no quererlo se asoma al mundo para romperlo con la potencia increíble de sus cuerdas vocales? ¿No se había ido ya ese muchacho de todas partes, no había matado Grass al Grass que fue cuando escribió, por ejemplo, El tambor de hojalata?

Me dio pena de Grass aquella noche en Lübeck. Y por eso, sin duda, estoy comenzando por él estos retornos al tiempo que he vivido con otros.

Otros textos disponibles

Textos escogidos

Juan Cruz

DE Egos revueltos

2009

DE Muchas veces me pediste que te contara esos años

2008

DE Un gallo al rojo vivo: en busca de Domingo Pérez Minik

2003

DE Contra el insulto

2002

DE La foto de los suecos

1998

DE Una memoria de El País: 20 años de vida de una redacción

1996

DE El territorio de la memoria

1995

DE El sueño de Oslo

1988

DE Crónica de la nada hecha pedazos

1972
Compartir