Ese era un rito, el paseo; lo hacía con rapidez y aparentemente con cierto aire distraído; a pesar de estar tan enraizado en Santa Cruz (nació en la calle Cruz Verde, y hay una fotografía de Carlos Schwartz en la que el viejo gallo de pelea ensaya una postura de su adolescencia en el quicio de la puerta de su niñez), a él le gustaba esa hora del mediodía en la ciudad, pues entre jubilados y niños andaba a sus anchas como si fuera un extranjero. Un extranjero: eso es lo que él quiso ser siempre, y cuando lo era en su propia ciudad disfrutaba como un chiquillo el paseo por los vericuetos del sitio que conocía como la palma de su mano.
En ese trayecto había dos puntos de apoyo: Le Monde y el mundo, permítanme la metáfora. Él compraba Le Monde en el Estanco Conchita, allí se lo tenían separado, señalado con una anotación a lápiz, Minik. Sin abrirlo aún, se lo ponía debajo del brazo, y andaba con él en busca del mundo. El mundo era el mar, ahí le vi muchas veces, le escuché hablar del mar, explicar la razón de su amor por esa superficie de agua que llevaba a todas partes y que traía, como en una entrada y salida vertiginosa de visitantes y de viajeros, aquello de lo que la isla estaba tan necesitada: ideas, ideas ajenas, las ideas que iban haciendo un país diferente en el que él quería vivir libre, abierto y feliz. El mar era el mundo, él lo abrazaba.
Y después regresaba a casa, puntualmente, como si en los pies ligeros de este Aquiles urbano hubiera un reloj secreto. Sobre la una de la tarde cruzaba de nuevo esa casa de tantos códigos secretos y públicos, saludaba a Rosita como si viniera del otro mundo, y los dos se iban juntos, al extranjero, precisamente. Don Domingo tenía una radio inmensa, una Grundig, que le servía para sintonizar la BBC; y a mediodía esa era su ventana al exterior. Siempre estaba la radio en ese dial, y a esa hora don Domingo, que ya había repasado el diario francés Le Monde, se sometía con la disciplina de un súbdito a lo que le dijera la emisora de Su Majestad la Reina de Inglaterra… Lo que el servicio español de la BBC dijera era dogma de fe; a él eso le informaba; frecuentaba poco la prensa española, le repugnaba saberse manipulado, y además sólo soportaba las rutinas que él mismo se impusiera: no le gustaban, dijo en una de sus cartas, “las lecturas cuotidianas”.
Era tal su pasión inglesa, que se manifestaba en su manera de vestir y en muchas de sus costumbres domésticas, que incluso escuchaba en la BBC algunos de los conciertos que pusieron música a su vida. Don Domingo era un melómano, conocía muy bien los tonos de los músicos de su preferencia, y aunque la BBC se recibiera entonces, antes de la muerte de Franco, y después, interrumpida por todo tipo de interferencias, él oía sus conciertos como si de ellos estuviera desprendiéndose sólo la música que tenían en origen, con delectación de experto, como el director frustrado de una orquesta invisible. Música y noticias: ese era el condimento de sus mediodías, antes del almuerzo, que disfrutaban en la soledad de su casa, con Rosita, cumpliendo un rito de soledad que transparentaba su ambición: la paz, la armonía, la cercanía de una mujer a la que quiso con una ternura en la que no tuvo desmayo. Comían solos, aunque muchas veces abrían el comedor, que también era despacho, para que amigos venidos de la ciudad o del mundo compartieran con ellos una cocina elemental y elegante que él se encargaba de ponderar, y de servir…