La terraza que daba al mar nos traía siempre el mismo ruido. Esta casa está llena del ruido del mar, decía Badana cuando abría la puerta y miraba hacia la playa con los ojos secos de dormir tanto. Descalza, casi desnuda, saltaba la verja, traía el pan y sorbía lentamente un café negro y espeso que ella misma preparaba como una autómata.
—Eres una autómata —le dijo Julio.
—Es la única manera de hacer las cosas aburridas: como si formaran parte de tu cuerpo.
Su cuerpo no era aburrido, precisamente. Cubierto de agua, seco, quieto o en movimiento, era el cuerpo esbelto y sano de una chica de veinte años que hubiera dormido mucho a lo largo de su vida. Por eso se reía, porque había dormido mucho.
Sentada en la terraza, comiendo pan tostado y bebiendo lentamente una taza de café espeso, Badana era la metáfora de la dejadez. Nada parecía ser obligatorio en aquella atmósfera veraniega batida por el ruido del mar, animada por el salitre, inundada de la luz del sur.
Julio había llegado días antes, cargado de fotómetros, trípodes, harto del pasado, cansado de esperar sentado sobre una máquina de escribir la oportunidad de hacer la mejor foto del año.
—No me sale, disparo y no me sale nada.
—No te preocupes —le dijo Badana—. Eso nos pasa a todos: disparas y no te sale nada.
—Vallejo lo dijo más bonito —afirmé yo—. Dijo que se ponía a escribir y le salía espuma.
Harto del pasado, Julio se había hecho fotógrafo por culpa del mar. Todas sus fotografías elevaban la referencia al mar a metáfora de la soledad, a la explicación del vacío.
Siempre había algún rincón de sus fotos en el que un leve atisbo de agua daba a las placas la perspectiva que solo puede dar el mar al retrato de las cosas quietas.
Durante una larga depresión, alquiló este apartamento, lo amuebló de manera que mirara al mar y se dedicó justamente a mirar. Todos sus días estaban dominados por la misma obsesión: mirar al mar. La mirada sobre el océano mientras duraba el sol, la mirada sobre el horizonte por el que se escapa el sol, la mirada sobre el mar de la noche, estrellado, lleno de las banderas de la luna, vacío como un inmenso ataúd sepultado en la larga noche de la nada. Julio miró al mar obsesivamente durante aquellos meses enormes y espesos, meses llenos del viejo sabor del vacío.
—Meses llenos de agua. Nunca te lo he contado detalladamente.
Badana le escuchaba en cuclillas, mirándole a sus ojos grises, de gato asustado que estuviera sentado sobre una máquina de escribir roja a la espera de la foto de su vida. En aquel momento tampoco estaba el paisaje propicio, así que el fotómetro siguió en su sitio y Badana, en cuclillas, le escuchaba mover las manos.
—¿Por qué mueves tanto las manos?
—Porque así mido lo que voy diciendo.