«Aleixandre en la Academia»
A las siete de la tarde del domingo, 22 de enero de 1950, no había un solo asiento sin ocupar en el salón de la Real Academia Española. Ni en la planta baja, ni en la galería alta cabía ya «un alfiler». En los pasillos, apiñados, los poetas y poetitas jóvenes aguardaban la entrada de Aleixandre, que iba a leer su discurso de ingreso. Damas elegantes, sombreros de aguda y solitaria pluma, manos de uñas de ave, con estudiado ademán, revoloteaban entre alguna barba «existencialista» de galán. El amplio y elegante recinto, subrayado por el dominio de los terciopelos rojos, ofrecía el aire estremecido de las solemnidades. Detrás de mí, y también de pie, un caballero satisfacía la curiosidad de su esposa: «aquel es García Gómez, el de la derecha es Gerardo, el que entra ahora es Walter Starkie…».
-¡Pero, mujer, quién va a ser sino el Obispo de Madrid-Alcalá!…
Uno tras otro los señores académicos ocuparon sus asientos, y, preciso es confesarlo, no obstante su
seriedad personal y el valor intelectual de casi todos, su entrada sirvió a los ojos de la mayoría curiosa como un número espectacular y divertido, semejante al de la salida de actores conocidos a las candilejas. Bien cortados y elegantes chaqués y alguna americana –recuerdo la del marqués de Luca de Tena, la de Fernández Flórez y la de García Sanchiz– llevaban los académicos. La venerable e ilustre figura de Menéndez Pidal –gran Cid de lo cidiano, como dijo Salinas– presidió la solemnidad, y todo el recelo de inmovilidad, de vetustez y de momia que en algunos revolucionarios despierta la palabra Academia se ve con seguridad disipado, cuando al frente de la Corporación está el nombre de Menéndez Pidal y nutrido número de figuras, entre las que se encuentran un D ́Ors, Marañón, Casares, o los jóvenes de las generaciones de vanguardia, que llegan a la cincuentena ya, como Gerardo Diego, García Gómez, Cossío, Dámaso Alonso, etc., a los que acaba de unirse Vicente Aleixandre. […]