(Capítulo II)
¿Era el pueblo –o la ciudad– un lugar clásico o un lugar romántico? Algunos periodistas intelectuales se habían empeñado en catalogar la ciudad de romántica, por el hecho de que la llovizna invernal la hacía gris y nebulosa; luego, en los días de verano, cuando sus anchas calles muestran espléndidas cintas de luz y de azul intenso, pensaban en lo clásico, como si lo romántico y lo clásico tuvieran que ver en serio con las estaciones… Unos decían que esta ciudad colonial, fundada a fines del siglo XV, se parecía a ciudades castellanas; los demás hablaban en sentido opuesto; quién pensaba en una posible semejanza con Salamanca, esa ciudad donde se ha resuelto el gran problema de la Edad Media de convertir la piedra en oro… Cada cual hablaba de ella según sus gustos, ideas o evocaciones. Un ilustre español había dicho que tenía un “aire de rigodón monástico”.
¿Qué era y a quién se parecía esta ciudad colonial?
Contaba, por de pronto, con unas calles anchas, espaciosas, llanas. En las claras noches de luna, desde las ventanas, con muy pocas celosías, por cierto, estas calles que, a veces, parecían tener alma, devolvían lejanos los pasos de un transeúnte tardío y solitario; de todas estas calles, las grandes arterias que iban de sur a norte, tenían un perfil y una figura; la una era bulliciosa, estrecha, nerviosa, la más desigual en nivel: era la calle comercial de la ciudad, la calle de los forasteros; su paralela, en cambio, era la gran vía, la más elegante y ceremoniosa de las calles, donde todas las tardes, antes de la cena, la juventud veía venir la noche y dejaba en las aceras las suelas de los zapatos. Muchas ilusiones cuajaron en ella o murieron. La tercera de las tres principales era la más solitaria y fría: la calle de los caserones cerrados y solitarios, de los edificios académicos; la calle de los blasones agrietados por el tiempo y la melancolía. […]