Juan José Delgado

De El libro de la intemperie

Soliloquio del terrorista

 

Hace tiempo que no va delante de mí la risa.

Si alguna vez la oigo, inmediata se pone de espaldas.

¿El cielo? El cielo cae al suelo como a una tumba.

¿La tierra? Estoy en ella. La ocupo. Hundo mi raíz en cada hoyo que excavo.

 

Todo es lícito.

Por mi secreta mano, que escupe en la hora indefensa de la mañana, se crea el agujero y la sangre que abandona las venas, que ya es camino en las venas del suelo, que ya duerme en la acera, más allá de ese cuerpo: ahora piedra en la piedra y sin tiempo para cerrarse los párpados.

 

Destapo una botella y celebro la gesta bailándome un tango con un lirio negro en la solapa. No crean que tapo con montañas, rojas vergüenzas, ni que prolongo en mi frente el disparo que una vez rompió como cuerda de guitarra.

 

Soy el guardián de la guadaña y puedo llenar de cruces los almanaques. Por mi dedo no bastan hoy los cementerios.

 

Soy fibra dura y, cuando desenfundo, el luto se ejecuta con entrega certificada. Después regreso a encerrar la serpiente.

 

Esos son mis atributos.

Soy Impar. El Impar. Todo un número único y amadrigado.

Dejé de ser hombre en la memoria inmensa de los hombres.

 

¿Cómo es que siempre me veo por detrás o más allá de vosotros?

Acaso porque, como el tiempo, no descanso. Probablemente, porque tengo la sospecha de que nunca entraré en el agua que me lleve a sus mares.

 

En el mío las olas parecen que esperan para mostrarme su rechazo. En realidad, en mi última playa, negros son los oleajes que vienen infernales a por mí.

 

 

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