LA VOLUNTAD DE ESTILO
(…) Es manifiesto, en primer lugar, que el escritor no elige estrictamente su estilo, del mismo modo que ningún ser vivo interviene en su propio nacimiento: “Amigo mío —escribía Jovellanos a Vargas Ponce en 1799— la naturaleza ha dado a cada hombre un estilo, como una fisonomía y un carácter”. O sea que el escritor se encuentra en y con un estilo previamente a su decidida conciencia del mismo: digamos, invirtiendo a la española los términos de la famosa fórmula de Buffon que el estilo está en el hombre antes de estar él en su estilo. “El estilo es camino, y es a la vez lo que camina como es un río. No un camino por el que se va, sino un camino que nos lleva”, así describía Unamuno en 1924 (recordando probablemente un texto de Fray Luis de León) la función impulsiva de un estilo literario. Pero es también cierto que la formación de una personalidad literaria participa del carácter dramático de toda vida humana: que en ella se da un conjunto significativo de aceptaciones y rechazos ante las posibilidades expresivas y comunicativas de un idioma. O sea que el estilo es simultáneamente “un camino que nos lleva” y un esfuerzo del escritor por encauzarse a sí mismo: de ahí que el concepto y la expresión de “voluntad de estilo” —procedente del término alemán Stilwille— recoja tan apropiadamente las dos condiciones apuntadas. Y quizá no esté de más advertir que “voluntad de estilo” no equivale a “voluntad de lima”, a esfuerzo preciosista: puede hallarse así de una “voluntad de estilo” que es una “voluntad de no-forma”, como expuso tan magistralmente Amado Alonso en su estudio de un poeta contemporáneo. La “voluntad de estilo” es el agente de una constante auto-imitación, y puede asimilarse finalmente a la función genérica humana que los antropólogos denominan rôle: el escritor quiere acentuar, o atenuar, según los casos, sus propios rasgos fisonómicos para ser “reconocido” por un grupo social coetáneo. Claro que este proceso de vinculación identificadora es más propio del prosista que del poeta: “El prosista —ha escrito Amado Alonso— está en compañía”. Es así que en los ensayistas españoles que aquí estudiamos se observa un repetido proceso auto-creador: para ellos son únicamente auto-imitables los rasgos suyos más pertinentes para sus coetáneos. Y corneo cada época ofrece unas contadas posibilidades de auto-enmascaramiento literario, el escritor al auto-imitarse dispone sólo de un corto número de “moldes”; pero si bien su albedrío creador de sí mismo se ha visto limitado a vaciar en éstos las fisonomías literarias concebibles por su tiempo, no es menos cierto que el ensayista español también proyecta y modela su máscara con afán normativo. Una voluntad de estilo se transforma así en una fuerza histórica tan real y tan conformadora de hombres como cualquiera de las más visiblemente operantes. Al dar esta importancia de fuerza operante a las formas estéticas puede parecer que hemos caído en la trampa del “idealismo”, por no decir que en la mismísima caverna de Hegel: abordamos, ahora, un problema central en los estudios aquí agrupados, el de la significación histórica de un estilo literario.
El historiador de la literatura debe centrar su atención primordial en la singularidad expresiva del escritor estudiado y debe dejar de lado la determinación de la validez más o menos objetiva de la imagen de la realidad humana presentada por el creador estético. Por el contrario, el historiador de la cultura (englobando en este vocablo toda la actividad propiamente historiográfica) se interesa fundamentalmente en los textos, sean literarios o no, que puedan considerarse como testimonios fieles de una época, y se previene lógicamente contra todo testigo cuyo ángulo visual sea muy marcado. Mas un estilo literario —por haber preservado para siempre la singularísima y consistente ecuación visual de su autor— representa un elemento que el historiador debería esforzarse siempre por apresar: el de una conciencia, ligada a su tiempo y en la cual son audibles los demás hombres coetáneos. “Los individuos más originales, si se les mira bien —escribía Amado Alonso— resultan los más representativos de la vida circundante; no en lo contingente, sino en lo esencial”. Y añadía: “No hay estilo individual que no incluya en su constitución misma el hablar común de sus prójimos en el idioma, el curso de las ideas reinantes, la condición histórico-cultural de su pueblo y de su tiempo”. El estudio estilístico —siempre guiado por el precepto de adentramiento cognoscitivo expuesto por Baudelaire: entrer dans la peau de l’être créé— se convierte así en una fecunda vía de acceso a un mundo histórico. Por eso las investigaciones estilísticas hispánicas de los dos últimos decenios pueden ser tan útiles para los historiadores; a pesar incluso del excesivo formalismo de los investigadores que tienden a descarnar a obras y a autores de su suelo histórico. (…) Gracias a esos trabajos se ha afinado entre nosotros la lectura crítica y es éste un beneficio que hemos de agradecer a los aludidos investigadores, por “formalistas” que sean. ¡Escasean tanto en los países de lengua castellana los lectores atentos! Que los procedimientos de la estilística pueden, y deben, coordinarse con los de la historia de la cultura es, por lo tanto, para nosotros, algo más que una verdad perogrullesca: es el principio que guía más constantemente los trabajos del que esto escribe. No se ignoran, claro está, las dificultades de una tarea semejante: en primer lugar, las biografías de muchos escritores españoles son todavía un amasijo de datos, por no decir de oscuridades. Y, obstáculo más grave aún, la historia social de España —y casi diríamos que la política— está por hacer, por descubrir. Obstáculos y carencias que no deben, sin embargo, desanimar al historiador de la literatura hispánica: porque él mismo, en sus tareas de análisis estilístico, por ejemplo, contribuye a “hacer” esa historia de España todavía informe. Y particularmente, en el caso de los ensayistas, siempre tan “fronteros” entre la historia y la literatura, el captar su latido cordial nos aproxima a la peculiaridad de sus respectivas épocas. Aunque el historiador de la literatura ha de estar en guardia contra la tentación historiográfica en que caen con harta frecuencia los investigadores de la literatura hispánica desde hace medio siglo: la de atribuir a las obras literarias carácter de documentos reveladores de la totalidad vital de mía época.
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FEIJÓO Y SU PAPEL DE DESENGAÑADOR DE LAS ESPAÑAS
Según cuenta su contemporáneo Lanz de Casafonda era Feijóo “venerado por un Oráculo en toda España y en las Indias”. El P. Sarmiento habla, refiriéndose al Teatro crítico, de “la universal aceptación que tiene esta excelente obra”. El número mismo de las ediciones del Teatro y de las Cartas eruditas atestiguan el extraordinario éxito de los escritos del benedictino. Aún más significativo a este respecto, como ejemplo concreto de la difusión de sus ideas, es el que se hiciera un índice general de su obra, y que luego fuera éste ampliado y transformado en diccionario. En efecto, en 1774, en Madrid, publica José Santos un Índice General Alfabético De Las Cosas Más Notables Que Contienen las Obras De Feijóo. Y en 1802, también en Madrid, Antonio Marqués y Espejo publicará el Diccionario feijoniano. Y dato todavía más curioso: en tiempos de Carlos III se publicó en Madrid una revista titulada Feijóo Crítico Moral y Reflexivo de su Teatro, Sobre Errores Comunes. No hay pues que situar a Feijóo como espléndida figura solitaria que se yergue rebelde en medio de la ignorancia y la indiferencia de sus contemporáneos. Su fama inmediata, el número infinito de sus lectores prueban que tuvo su obra una resonancia sin igual.
Quince años a que estoy continuamente declamando contra la fatua credulidad que reina en el mundo; y pienso que el mundo, a la reserva de pocos individuos, en cuanto a esta parte, se está como se estaba. Todos oyen mis voces y casi todos parece que están sordos a ellas
Estas palabras nos ponen de manifiesto el móvil grandioso de su empresa literaria y los efectos de su acción espiritual. Todos oyen mis voces, nos dice, consciente del éxito alcanzado, mas con un tono quejumbroso motivado por su creencia en el poder de la palabra. ¿A qué más puede aspirar un escritor sino a que se le oiga? Y Feijóo fue, efectivamente, oído por todos. No nos dejemos engañar por su postura altanera en lo que respecta al estado cultural de España. La avidez con que se le leyó prueba que se le esperaba, y, pese a su sentimiento de fracaso, produjo su obra un cambio indudable en el clima espiritual del mundo hispánico. Pensemos en la influencia ejercida por Ortega y Gasset en nuestros días y se nos aclarará la supuesta pretensión de Feijóo de haber predicado en el desierto. La postura suya de combatir al vulgo tiene, además, significación literaria en sí misma. Aparte de los efectos prácticos de sus prédicas, lo que Feijóo logra es inventarse a sí mismo. Como Guevara, como Montaigne, como Azorín, Feijóo crea un personaje literario único, se “crea a sí mismo, Fray Benito, el Desengañador de las Españas. Feijóo hablará de cómo hacer historia, de cómo se debe filosofar, de que se debe cultivar la ciencia experimental, pero no será historiador, ni filósofo, ni hombre de ciencia. Y es que lo esencial en él, literariamente, es el impulso personalizante. No podía limitarse, como hicieron los grandes eruditos españoles de su época, a aspectos parciales del saber humano, puesto que su intento literario le hacía forzoso abarcar el ámbito total de la cultura. (…)