SIGNIFICACIÓN HISTÓRICA DE JUAN NEGRÍN (págs. 214- 229).
Que el doctor Negrín es un desconocido para la generalidad de los españoles es una patente perogrullada. Debo añadir que el mismo doctor Negrín contribuyó muy deliberadamente a velar las huellas de su acción histórica: ni siquiera en la lápida de su tumba parisina figura su nombre. Y en ese afán de anonimato, de desdén por los signos de pervivencia histórica que tanto buscan otros hombres —literatos y políticos, por ejemplo— veo en el doctor Negrín una de las más admirables características del hombre de ciencia: la entrega impersonal a la búsqueda de la verdad sin ulteriores finalidades publicitarias. Pero en el ocultamiento aludido del doctor Negrín hay factores no exclusivamente atribuibles a su condición de hombre de ciencia.
Nacido el 13 de febrero de 1892 en Las Palmas de Gran Canaria, Juan Negrín pertenecía a la oligarquía comercial de las islas; pero, en contraste con las actitudes frecuentemente anticlericales de algunas de las familias principales de esa oligarquía, la familia de Juan Negrín era acentuadamente religiosa; su único hermano profesó en una orden religiosa docente y su madre vivió sus últimos años en Lourdes por su especial devoción a la imagen allí venerada. Como era también frecuente en las familias de la oligarquía comercial isleña, Juan Negrín —tras completar precozmente el bachillerato— marchó a Europa para iniciar una carrera universitaria; se matriculó en la Facultad de Medicina de Kiel, trasladándose luego a la más importante de Leipzig, donde obtuvo el grado de doctor el 3 de agosto de 1912. En los años siguientes hizo trabajos de investigación y ejerció funciones docentes en el Instituto de Fisiología de Leipzig. (…) Por su formación universitaria era, por tanto, Juan Negrín uno de los jóvenes españoles de la generación de 1914 más enteramente europeizados, más normalmente europeos. (…) Para el doctor Negrín el Partido Socialista era, entonces, en primer lugar “el único partido realmente republicano que existe en España”. Esta afirmación suya fue pronunciada en una conferencia que dio el 1 de diciembre de 1929 en la Casa del Pueblo madrileña sobre el tema “La ciencia y el socialismo”. Tema apenas esbozado por el doctor Negrín, en contraste con la reiteración de su republicanismo: “Fui republicano —declaraba— desde que tuve sensibilidad política”. Y añadía: “Esta fue una razón decisiva para mí”, refiriéndose a su ingreso en el Partido Socialista. Todos sabemos que en 1929 los intelectuales españoles más destacados eran abiertamente republicanos, pues consideraban el gobierno del general Primo de Rivera como un anacronismo que separaba a España del resto de Europa. Y, como ya señalamos, el Partido Socialista aparecía como el partido “europeísta”… (…)
Su dominio de los idiomas principales de Europa hizo que se le designara para representar a la nación española en dos organismos internacionales: la Oficina Internacional del Trabajo, sección de la Sociedad de las Naciones en Ginebra, y la Unión Interparlamentaria Europea, con sedes variables, en las cuales encabezaba la delegación de su país. Todas estas actividades, derivadas de su cargo parlamentario, obligaron al doctor Negrín a abandonar prácticamente la investigación científica y la docencia universitaria; en 1934 le fue concedida la excedencia de su cátedra, aunque continuó dedicado a las tareas constructoras de la Ciudad Universitaria madrileña. No puede, pues, hablarse de una paralela actividad científica-política en Negrín, desde comienzos de la II República. En su trabajo parlamentario —era el doctor Negrín uno de los pocos diputados que estudiaban cuidadosamente el presupuesto nacional— esto y su información internacional hacían de él, antes de 1936, uno de los contados hombres públicos españoles que estaban verdaderamente preparados para comprender las complejísimas realidades europeas de aquellos años. .(…)
Retrasemos ahora la cronología de nuestro relato y acudamos al ensayo de Ortega Mirabeau o el político, que me parece particularmente útil al considerar la personalidad histórica de Juan Negrín. Y hasta me pregunto si don Juan no habrá recordado ese ensayo que seguramente leyó en la fecha de su publicación, 1927. Dejemos de lado algo, que no por sorprendente, es significativo para nuestro propósito: la alusión que hace Ortega a la “espléndida fisiología” de los grandes políticos, en contraste con la naturaleza más bien enfermiza de los intelectuales. Pero, como diría mi maestro Américo Castro, la leyenda fisiológica del doctor Negrín no es materia verdaderamente historiable. El fragmento del ensayo de Ortega sobre Mirabeau, que me parece adecuado a nuestro propósito, es el siguiente: “El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como perturbación que conviene eludir, y sólo, cuando es forzosa, a regañadientes y de mala manera, ejecutar”. Sin posible duda, un intelectual-científico no se vería descrito en el texto orteguiano. Pero para el tipo de científico que era Juan Negrín, la acción era parte diaria de su actividad profesional: eludirla sería tan inconcebible como dejar cerrado el laboratorio. De ahí que pueda sugerirse que el hombre de ciencia es, potencialmente, un intelectual más preparado para las tareas del gobierno que el humanista. Mas es también patente que el científico riguroso —el hombre de ciencia entregado totalmente a su tarea investigadora— no está preparado para la complejísima labor del estadista: basta cotejar la historia de la ciencia y la de la política en los países que han descollado en la historia universal de los dos últimos siglos para concluir que escasísimos estadistas han procedido de las carreras científicas. La política, en verdad, es incluso vista como la gran enemiga psicológica, por así decir, de la investigación científica: recordemos los sabios consejos que da don Santiago Ramón y Cajal en sus Reglas y consejos para la investigación científica. El aislamiento es indispensable para el científico: mientras que la tarea del gobernante obliga a la relación social casi constante. ¿Cómo puede, pues, decirse que un hombre de ciencia está más preparado que un hombre de letras para la acción política? Dejando de lado las decisivas singularidades personales propongo al lector una hipótesis “plausible” (como diría Gracián): hay en ciertos países y en ciertas condiciones históricas hombres de ciencia que no se enclaustran en su actividad científica, que no son, estrictamente, creadores científicos, y que por su actividad docente hacen avanzar considerablemente su disciplina. (…) pero tal es el caso del doctor Negrín, hombre de ciencia en una España —la de 1922-1931— en que la actividad científica empezaba a acercarse al nivel transpirenaico. (…)
Resumamos muy brevemente la ponencia que el Dr. Negrín presentó en un congreso de la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias: “Ciencia y gobierno” fue el tema de esa ponencia. Es, quizá, uno de los textos más reveladores del doctor Negrín; fue escrito probablemente en inglés por él mismo, en contraste con algunos de sus discursos de 1937 y 1938 que fueron sólo parcialmente de su mano. Y, como siempre sucede, en el estilo se transparenta la persona entera, el hombre verdadero. Indica el doctor Negrín que su ponencia era el resultado de una experiencia personal ya que él se había visto obligado por las circunstancias españolas a participar en la vida política del país y a ejercer funciones de gobernante que él no había buscado. Señala, en primer lugar, que los métodos y los objetivos de la ciencia y del gobierno son muy diferentes; pero no cree, como Ortega, que sean mutuamente excluyentes. La naturaleza humana es un conglomerado de fuerzas antagónicas y la ciencia facilita al estadista la comprensión y la atenuación de esas antinomias en los hombres y en la sociedad. Por otra parte, añade el doctor Negrín, todo gran estadista tiende a padecer una deformación profesional: si es de ánimo resoluto puede desdeñar la cautela y la moderación. Los hábitos mentales de la investigación científica, mantiene el doctor Negrín, permiten al estadista conciliar esas opuestas virtudes profesionales. Y, sobre todo, el hombre de ciencia da al gobernante un indispensable contrapeso: la duda. Señala él doctor Negrín que la característica principal del estadista es la fe en sí mismo, o más precisamente la fe en la utilidad de la propia tarea. Pero esa fe, sin una fuerte dosis de duda, llevaría al estadista a un ciego y dañino dogmatismo. Finalmente, el hombre de ciencia es naturalmente tolerante y el hombre de Estado necesita tanto la tolerancia como la firmeza. (…)
Quisiera ahora hacer un breve inciso y apuntar de nuevo a ciertas características del hombre de ciencia español que era el doctor Negrín. No sé si en el momento de fijar su vocación, en sus tempranos años de Alemania, actuó en él el libro de Cajal Reglas y consejos para la investigación científica. En ese libro (que tanta importancia ha tenido en la historia intelectual española del siglo XX) se acentúa notablemente la importancia de la que Cajal llama “los tónicos de la voluntad”. Cajal dice, en pocas palabras, que el hacer ciencia los españoles depende de la voluntad, de cada voluntad individual. Y me pregunto si no actuaba en Negrín el mismo convencimiento, si no daba la misma importancia a la voluntad y tanto o más en los asuntos políticos que en la ciencia. …(…)
En breve, esas cartas (y otros documentos) mostrarán en su día que al doctor Negrín no puede achacársele el ser un seguidor mecánico de la política soviética, como desgraciadamente siguen afirmando algunos dizque historiadores de la guerra española de 1936-1939. Y creo no ser arbitrario si afirmo ahora, para concluir, que en pocos hombres de la historia europea del último siglo y medio se ha dado —como en el doctor Negrín— una fusión semejante de inteligencia y carácter, de entereza moral y capacidad intelectual. Fusión que —dejando de lado lo específico personal— fue también posible porque en la España de 1926-1936 se dio una coincidencia casi astrológica de cabezas inteligentes y de cabezas valientes. O volviendo al principio de estas consideraciones: la guerra española de 1936-1939 es tema permanente para el historiador del siglo XX, porque la España de la década 1926-1936 había alcanzado el nivel más alto —y más universal— de toda su historia desde el llamado Siglo de Oro. Altura y universalidad en las cuales desempeñó un papel fundamental el pensamiento científico.