Emilio González Déniz

Textos escogidos

De El Obelisco (1985)

Ana se revolvió asestándole una bofetada. Pedro, confundido y nervioso, descargó sobre la asustada cara femenina varios golpes que la despidieron contra el colchón.
– ¡Eres un bruto! no tienes sentido de la medida. Viendo la furia que provocaban sus palabras en Pedro, Ana reía satisfecha. Él no se atrevió a pegarle de nuevo.
-Sigue, anda, no te pares, demuestra todo lo macho que eres, como Marlon Brando en El Último Tango. La rabia hizo que Pedro se desnudase, mientras se colocaba encima de la
joven, agresivamente. Después, se dio la vuelta y se puso detrás de ella.
– ¿Qué vas a hacer? si quieres voy a la cocina a buscar la mantequilla.
-Eres una serpiente, me buscas las cosquillas, pero no conseguirás manejarme. ¿Es que acaso eres masoquista?
Ella seguía en la misma postura, provocativa, incitante. Pedro decidió realizar lo que ella, no sabía si por fastidiarlo, le pedía con su cuerpo arrodillado, curvado hacia delante. El
acarició desde arriba la espalda femenina, el cuello, el pelo…
-Déjate de preámbulos, haz lo que tengas que hacer.
El maestro lo intentó, pero no pudo. Tan pronto como se acercaba, la erección se volvía flaccidez y el deseo asco. Ana reía divertida, sacando a Pedro de sus casillas; él apretó los
puños, impotente.
-La bisexualidad será el estado perfecto, pero tú no estás llamado a él.
– ¡Cállate, maldita!
En la cima de su furia, Pedro se fue contra ella, la agarró por la cintura y la giró hasta colocarla frente a él. Ana lo miraba sorprendida, con la risa helada en sus labios. Se arrepintió
de haber provocado la ira del joven.
Pedro se puso de pie, y la levantó en vilo; le abrió los pies y se clavó en sus entrañas, apretándole con fuerza inaudita los senos. Después rodaron por el suelo, unidas sus bocas en un beso interminable. Estuvieron así, respirando agitados, unos minutos. Ana, ya no tan mordaz, rompió el silencio:
-Ha sido como en el principio del Último Tango.
Él sonrió, besando otra vez el cuerpo que se le pegaba sudoroso. Cuanto más íntimamente trataba a Anita, más le sorprendía, igual que Tere.
-Esto sí que ha estado bien, profesor.
-No sé ni cómo he podido comportarme con tanta violencia, no te entiendo, Anita.
– Ya ves profesor, así es la vida; aunque, después de hoy, te prefiero dulce a furioso, no sabía que fueses tan bestia.
-Ni yo tampoco, Ana, ni yo tampoco.

De Sahara

Los camiones se iban agolpando en los alrededores de la Compañía del Mar. Un comandante del Tercio daba gritos intentando poner orden en la marabunta de soldados,
armamento y enseres. Las tropas iban subiendo a los anfibios que les trasladaban pausadamente hasta los navíos anclados allá donde el mar comienza a tener calado suficiente.
El embarque del 28 de febrero de 1976 es el último gesto imperial de la que un día llegó a ser una nación poderosa; los militares lo sabían, pero hacía mucho tiempo que no se albergaba en
sus cabezas la falsa idea de imperio que el régimen recién muerto había proclamado sin convicción durante cuatro décadas. Atrás quedaban los impulsos de rebelión, las
conspiraciones no cristalizadas para que la palabra de España prevaleciera por encima de otros intereses que nadie supo explicar. Embarcar en Cabeza de Playa, dejar El Sahara, era
para los militares una vergüenza al tiempo que un deber elemental en un soldado: cumplir un mandato con el que no se está de acuerdo.

Este sentimiento no era sólo privativo de los militares profesionales. Los soldados de a pie, los soldaditos españoles que un día fueron destinados por la suerte a realizar el servicio militar en África, los que lloraron de pena cuando dejaron rezando por ellos a la novia morena que muchos no encontrarían al regreso, los mismos que durante meses desearon acabar lo más pronto posible su servicio militar y olvidarse para siempre de África, también embarcaban con rabia. Otros soldados, los que llegaron de refuerzo y estuvieron en El Sahara sólo durante unos meses, partieron con mayor tranquilidad, como si todo aquello no fuera con ellos, puesto que habían sido requeridos para defender Segovia, Sevilla o Santander. La ese de Sahara no era la suya. Pero aquellos que llegaron al desierto vestidos de civil, que palearon arena en el campamento de instrucción de Cabeza de Playa y fueron asumiendo poco a poco la húmeda sequedad del Sahara, lloraban por dentro porque habían aprendido a amar una tierra que no era la suya, pero a la que habían entregado un trozo muy importante de vida, y lo más terrible era que embarcaban descorazonados porque su corazón, el corazón del soldadito africano de cuplé, se había quedado para siempre entre las arenas del desierto. Aquel sentimiento no era militar, sino humano, pues habían aprendido a sentir al son del constante y a veces terrible viento del nordeste.

Junto a la playa donde se realizaba el embarque, soldados marroquíes vigilaban la operación. Miraban con desconfianza, y los españoles, que habían llegado al desierto contra
su voluntad y aprendieron a amarlo y a comprender el sentimiento de libertad de sus habitantes, pensaban que tal vez aquellos soldados marroquíes, también llegados al Sahara
empujados por una orden, acabarían como ellos amando el sabor reseco de la arena y comprendiendo a los hombres azules de la Saguia El Hamra. Había recelo en sus miradas, pero los fusiles españoles no dispararían, la disciplina impedía que hubiese honor más grande que el de la obediencia.

 

De La mitad de un credo (1989)

Faltaron al deseo de Juan de ser enterrado en Malpaís. Con el sol apenas levantado, el coche fúnebre lo trasladó, aún caliente, al cercano cementerio que corona una loma fresca.
Tras su cadáver, una numerosa escolta parecía creer que, aunque muerto, Juan volvería a las montañas que le cobijaron tanto tiempo y nunca lo traicionaron. Y es posible que tuvieran razón: acaso Juan esté hoy libre entre las peñas del monte.

Ocultos tras los setos del cementerio, vimos cómo enterraban a un hombre y plantaban la semilla del mito. Después se fueron los guardias y todos empezamos a consolarnos con la idea
de que tal vez Juan fuera el último muerto de aquella guerra lejana. Así habría que creerlo porque sin la esperanza no podríamos sobreponernos a una muerte tan grande. Cuando ya la escolta se había perdido en la última curva de la carretera y el cementerio quedó solo, los escondidos saltamos las tapias y acompañamos con el nuestro el eterno silencio de
Juan. Y de la agradecida tierra, fresca de otoño, un poeta arrancó para Juan el regalo de nuestra impotencia: una flor de buganvilla.

 

De Bastardos de Bardinia (1990)

En la vega de Canales, quien no es hijo póstumo viene a ser hijo de puta. La regla, casi universal en todo el pueblo, aumenta su rigor en la familia de Los Cruzados. De ellos, pocos
padres legales coincidieron con el genético; aquellos que se escapan de la norma es claro que no fueron los más destellantes. No vivieron sus días, los pasaron. En cambio, los otros, los de
probada malignidad, extrajeron vida hasta del sufrimiento. En el caso de que nacieran con el padre ya muerto, el matriarcado los asfixió con sus resortes mimosos y acaparadores. Si, no
muy al contrario, pertenecieron a los que la vox populi llamó hijos de puta, lo fueron por la condición propia que siempre los acompañó, aunque sus madres no ejercieran en lupanares ni
exigieran aranceles por su cuerpo. La prostitución de las mujeres Cruzadas lo fue solo en los parlamentos aldeanos; ellas nunca la tuvieron por tal, siempre amaron y fueron amadas con largueza.

Es, como se ve, una forma de hablar, porque ellas tan solo se entregaron a aquellos hombres con quienes tuvieron querencias, y no hubo fortuna ni erario en el mundo con valor
suficiente para doblegar por dinero la voluntad de las mujeres Cruzadas. Por el contrario, sucumbían ante un simple hombre a pelo, acaso ante una mirada, una palabra, un silencio, con tal que soplaran aires de amor. En pago injusto a su albedrío, recibieron de las bocas aldeanas la más procaz de las palabras, que entonces dejó de ser adjetiva para convertirse en nominal
sello genérico de las hembras Cruz. El valor en los amores cálidos les hizo perder el recato y, ya puestas en el filo de las lenguas, las palabras se desgobernaron para ofender. En cambio,
los varones de la familia albergaron en sus venas la mala sangre del egoísmo y la crueldad. Tan solo por eso, no por sus madres, merecieron el riguroso y obsceno remache de hijos de
puta. Suena impúdico y soez, pero así hay que certificarlo porque es una certeza tan grande como el camino hasta las puertas del cielo. Los sucesos de aquel día primero de abril -Domingo de Ramos- son un Gólgota redentor de los varones cruzados. Repicaba el sol de media tarde cuando Abraham Sarmiento, el sacristán, vio asomar la sombra del Cura Macho doblando el último recodo de la calle nueva. Venía don Arcadio Rivero de las covachas del naciente, donde se asentaba la pendenciera estirpe de los colingos.

 

De Hotel Madrid (2000)

Dácil Acosta llamaba a sus días más felices Las horas doradas con John Huston cuando me los refería sentada en uno de los bancos nuevos que el alcalde Juan Demóstenes Latines había
mandado colocar en la calle de Triana. Son ellos, mi forzada abuela Dácil -en realidad mi abuelastra-, John Huston y Latines quienes me convierten en un intruso que cuenta y les hace contar una historia hecha de transeúntes.

John Huston no olvidó nunca a Dácil, y tenía memoria clara de ella cuando lo visité frente al Pacífico mexicano. El viejo irlandés enamorado del Trópico, antaño norteamericano,
lamentaba que sus propósitos sólo hubieran sido satisfechos a medias. Pensé entonces que Dios lo había vencido. Igual que a Latines, la voz de Palmas de Bardinia, la ciudad donde transcurrieron aquellos trozos de vida, un lugar incapaz de contener vidas completas, pues hay que salir a completarlas o traerlas medio vividas. Palmas de Bardinia, como la vida, es un
apeadero.

Seréis como dioses, dijo la serpiente a Eva en el Edén, y la búsqueda de la felicidad es un intento de recuperación del Paraíso; incumple la orden de expulsión contra Eva y Adán, es
una blasfemia. El hombre desafía al destino cuando pretende en vano regresar al Paraíso, y Dios actúa en defensa propia. Por eso permite que haya espejismos como Palmas de Bardinia,
una ciudad construida sobre las huellas fugaces de los viajeros que hicieron de ella una posada; los viajeros siguieron después hacia Europa, África o América, pero nunca llegaron al Edén.

De El rey perdido (2006)

Annunziata, mi dulce Annunziata, estaba muerta. Cesare Ferro, hermano y confidente de Annunziata, me esperaba en el aeropuerto de Palermo. Cuando recibí la llamada de Cesare,
fue como si hubiese entrado en un túnel, y casi por inercia me fui al aeropuerto de Gran Canaria y tomé el primer avión. Para llegar a Sicilia tuve que cambiar de avión en Madrid y
Roma, y en mi desgarro estaba la idea fija de estar junto a Annunziata, aunque tenía poco sentido porque ella nunca más podría hablarme con aquel acento dulce y cantarino con que
adornaba su perfecto español. Cesare me dijo, además, que tenía cierta información de vital importancia para mí, que le había sido confiada por Annunziata para que me la entregase si a
ella le sucedía algo. Él no sabía qué temores embargaban a Annunziata para tomar tales precauciones, pero debían estar bien fundados puesto que finalmente ese algo que temía sucedió.

Annunziata Ferro y su esposo Humberto Sparagio, duque de Castellammare, habían sido encontrados muertos en su dormitorio conyugal de Villa Sparagio, cerca de Partinico, una
pequeña población del norte de Sicilia, al oeste de Palermo, en el golfo de Castellammare, del que el rey Pedro de Aragón tomó el nombre para conceder un ducado al cabecilla de un grupo
de guerreros almogávares que le habían sido muy útiles en la ocupación de la isla a finales del siglo XIII, y que ha resultado ser el primer duque y primer antepasado conocido de Humberto Sparagio. Alguien que tenía acceso a la villa disparó a Annunziata en el corazón, a quemarropa, y a su marido en el centro de la frente. La sospecha de que el asesino conocía
bien la casa proviene de que no había puertas o ventanas forzadas, cristales rotos o signos de lucha. El criminal actuó como un ejecutor, y la policía no encontró un solo indicio estimable,
por lo que en la prensa y en los medios policiales se hacía todo tipo de especulaciones, que si la mafia, que si un ajuste de cuentas político, y los había que señalaban con el dedo, aunque
sin pruebas, al sobrino de Humberto, que heredaría el ducado y la totalidad de la inmensa fortuna de su tío, al morir este y su esposa sin descendencia. El único indicio de que tal vez
pudo haber sido un robo era que la caja fuerte que estaba en el despacho contiguo al dormitorio estaba abierta, aunque no forzada, con los documentos revueltos y sin un solo billete. Pero un ladrón que entra en busca de dinero no es tan meticuloso a la hora de disparar, porque, además, no había signos de lucha.

 

De El reloj de Clío (2000)

Aquella noche vagaba la tierra por Capricornio. Era diciembre y Teseo Yedra andaba borracho. Por las noches lo está casi siempre. Fue entonces cuando entró en este local llamado
Límite y acometió para sí el fugaz recuento de su obra literaria, en parte publicada, en parte escrita. Deseaba que fuese única, pero no sabía qué sello imprimirle para lograr una
singularidad mensurable. Sucedió hace diez meses, quería centrarse en su última novela, París. Hoy el motivo es distinto, mucho más sinuoso que el de entonces: Teseo Yedra ha
tomado la drástica e irreversible decisión de tomar definitivamente el camino de la soledad más estricta, sin personas que lo detengan, sin amores que lo aten, sin recuerdos (qué será del
Teseo, novelista sin recuerdos). Ha invitado a todos sus amigos, que vendrán después, y piensa destruirlos físicamente esta misma noche; igual da que sea con una gota de veneno en
el champán -como acostumbraba Madame Montespan eliminar a sus amantes- que con una bandeja de bizcochos sembrados con cianuro, tal como el príncipe Yusupov quiso hacer con
Rasputín antes de dispararle. El caso es que desaparezcan, invitados a su propia inmolación el día del cumpleaños de Teseo Yedra.

En diciembre seguía con la duda sobre si era mejor internarse en una obra original o escribir otra, de estilo y estructura al uso, esto es, con rigor y academia. Cecilio Nuez, que
decía saber más por viejo que por diablo, llegó a comentarle antaño su inclinación tajante por
lo segundo:
-Desconfío de las vanguardias, que no tienen en cuenta la evolución del hombre y del arte – palabreó trastocándose, porque Cecilio también solía andar entre copas de Capricornio a
Capricornio, que esto lo dijo muchos diciembres atrás – no basta buscar la originalidad, es más importante hacer las cosas bien. ¿Quién puede ser original después de los griegos? Basta ya
de tanto barroquismo inútil, cualquier pelagatos amontona palabras a distinto nivel y se cree original. ¡Pero si su “original” escalera ya fue construida por Maiakovski, y acaso por
Apollinaire cuando él no había nacido! Aun en el caso, imposible, de que alguien pudiera decir algo nuevo, sería imprescindible conocer lo escrito hasta el momento para evitar caer en
repeticiones vergonzosas. Y, claro, eso no hay ser humano que lo abarque ni siquiera con tres mil años de vida; solo queda, pues, la posibilidad legítima de escribir bien, la originalidad
surgirá en otro ámbito, tal vez de la propia naturaleza del escritor, o crecerá espontáneamente como la mala hierba.

 

De Qual piuma al vento (1994)

(Entra en escena con OTTO, el supuesto alemán de que ha hablado con Pablo, que es un hombre joven, con un maletín de ejecutivo. Julia, correcta, intenta poner distancias usando un lenguaje profesional).

JULIA.- Pase, Herr Lutfhenwagen, le daré el borrador del contrato. Llamaré a mi jefe para que venga a buscarle, creo que tiene usted hoy una cena con gente de mi empresa.
OTTO. – (Con acento alemán, remarcando las erres y deformando un poco, no demasiado, el lenguaje. Así hablará durante toda la función) Julia, sabe que lo que más me gustaría ahora es
salir a cenar con usted.
JULIA.- Pues yo acabo de hablar con mi jefe y me ha dicho que le llame en cuanto usted llegue, para que vengan a recogerlo y llevarlo a esa cena de empresas que tienen concertada (coge el teléfono).
OTTO. – (Apartando a Julia del teléfono) No, no, no. No es así. Ha cometido usted dos errores, yo me llamo Otto, y Otto cenará con Julia, Otto no cena con empresas sino con personas, mucho mejor si son mujeres.
JULIA. – Vaya, eso sí que es una contrariedad.
OTTO. – ¿Es que Julia no es una persona, una mujer?
JULIA. – Una persona sí, pero lo de mujer lo dejamos en stand by.
OTTO. – ¡Ah ya Otto entiende! Julia se va a hacer una operación de cambio de sexo.
JULIA. – Que no, (al público) estos alemanes son como perros de presa, este debe ser nieto de un interrogador de la Gestapo.
OTTO. – A Julia no le gustan los hombres.
JULIA. – No… Bueno, sí, es que practico mucho la metáfora.
OTTO.- Julia practica la metáfora… Ya. Otto es muy respetuoso con todas las religiones.
JULIA. – (Al público) Este cabrito habla español, pero entiende en arameo.
OTTO. – En fin, que no podemos salir a cenar porque Julia practica la metáfora, una religión que pone su condición femenina en stand by.
JULIA. – Oye, pues eso suena bien, no tiene sentido, pero suena bien, como las óperas en alemán.
OTTO. – ¡Oh la ópera en alemán! Otto es un gran amante de la ópera en alemán, y no se pierde ninguna de las que ponen en el Teatro de la Opera de Viena.
JULIA. – ¿Viena? ¿Pero no era usted alemán?
OTTO. – Casi; soy de Austria, de un pueblo cerca de Viena, Grinzin. Desde la ventana de mi dormitorio se ve la tumba de Mahler.
JULIA. – ¡Qué maravilla, Herr Lutfenwagen! (irónica) ¡La tumba de Mahler! Desde mi ventana solo se ve la panadería de la esquina. ¡La tumba de Mahler, qué nivel!
OTTO. – (Contento) ¿Verdad que sí?
JULIA. – Yo asistí a una función en el teatro de la Opera de Viena.
OTTO. – ¿Verdad que suena muy bien el alemán en aquel teatro? Una lengua grande para un teatro enorme: Parsifal, La flauta mágica, Salomé…
JULIA. – Era el Lago de los cisnes. Y no cantaba nadie, aunque la música supongo que estaría en ruso.

 

De Mariposas imposibles (2013)

ALIADOS
(Poema precapitular de la novela “Tiritaña”)

Azufre y sol aliados
con el agua evadida
con el surco que aguanta la caña
ya podrida
de otros años.
Los ojos escondidos
en la pamela sucia
miran de vez en cuando
al niño
en la cucaña.
Tira de platanera,
lazo al tallo que sube,
mano agreste
que corta
el fruto
que enrojece.

***

El rosa endeble se incrementa
y el morado se expande.
Los besos atraviesan el aire de tu cuerpo,
aureola violácea que
al tacto de mi aliento
se viene amaneciendo en la noche
morada.
Matiz que viene del calor
de tus poro
abiertos.
Es el morado un color que se arrima
al sueño de los juegos, al juego
de los sueños;
amor que entra quemando
por las yemas
ardientes de los dedos.

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