Como tantos otros, Luis Feria quizá no tuvo en vida el reconocimiento que merecía su obra. Nada nuevo, por otra parte, porque nunca ha sido oro, ni mucho menos, todo lo que reluce en el escaparate literario. No se quejaba con estruendo, pero le dolía. Como todo artista y más allá de los oropeles mediáticos tan en boga en este país, sencillamente quería comprobar la valía de su obra. Bien es verdad que tampoco él era un dechado de relaciones públicas. Apenas hacía nada por darse a conocer. Por ejemplo, nunca aceptó participar en lecturas de poemas, presentaciones de libros y demás actos de difusión. Sobre todo en los últimos años de su vida, se movió entre la impertinencia con quienes deseaban ampliar el radio de acción de su poesía y la necesidad de una mayor presencia literaria. Lo cierto, lo que importa desde el punto de vista de los lectores, es que su obra se agranda con el paso del tiempo y se sostiene vivo el interés por ella. Sin alharacas fugaces, Luis Feria se ha convertido en lo que se ha dado en llamar un poeta de culto, es decir, en un escritor sumamente apreciado por todos los que, de boca a oreja, han ido ampliando la lista de sus lectores devotos. Como puede comprobarse a lo largo de su obra, desde el primer libro es manifiesta la preocupación del poeta por encontrar el tuétano de las palabras, por arrancarles las capas que ocultan su verdadero significado, por ofrecernos las que mejor se pueden acercar a las profundidades de nuestro ser y de nuestro estar en el mundo, por despojarlas del corsé que ocultan su verdadero cuerpo.
No todos los poetas creen en la poesía, en la posibilidad que tienen de decirnos lo que no se puede expresar de otra manera. Luis Feria, sí. Salvo en una entrevista periodística, casi nunca teorizó sobre el concepto o el alcance de la poesía. Sin embargo, como creador mantuvo siempre una suerte de fe en su función. Lo demuestra un solo ejemplo, una especie de dogma poético, que el lector puede hallar en Cuchillo casi flor (1989): “No existe lo imposible, el poema lo niega”. Supo, además, que nunca puede bastar lo dicho, que siempre hay que volver a intentarlo, a tratar de llegar a la esencia de los grandes asuntos, de las sempiternas angustias que acompañan al hombre a lo largo de su existencia. Para alcanzar esa meta inalcanzable confiaba en la palabra. Por supuesto, sabía, como todo poeta digno de ese nombre, que “las palabras son siempre más anchas que los labios” (Los escritores, es decir, los que no mecanizan la expresión, los que no acatan la lengua del poder, los que saben que las palabras pueden servir, y sirven a diario, para destruir el pensamiento, esos escritores y no los escribanos que escriben al dictado son los auténticos enemigos de los que quieren imponer una ideología).
El lector que se acerca por primera vez a la poesía de Luis Feria como mínimo observará enseguida dos aspectos, uno formal y otro conceptual, el continente y el contenido, el ropaje y el cuerpo de los poemas. Por una parte, a lo largo de toda su escritura, será constante la sencillez de lo difícil, la facilidad con que nos llegan sus versos. Lo cierto es que, desde el punto de vista de la obra editada, Luis Feria no fue un poeta tempranero, empezó a publicar cuando ya tenía 34 años. Supo, desde un principio, la enorme dificultad que encierra tratar de decir(nos) lo indecible.
Es imposible saber la pervivencia de su obra, el lugar que acabará ocupando, por ejemplo, en los manuales de la historia literaria. Lo que sí se puede comprobar con facilidad, hoy por hoy e incluso por mañana, es que su escritura se mantiene sólida y arraigada. Y eso, en el torbellino de publicaciones que zarandean nuestra atención, es la prueba de que tenemos Luis Feria para un buen rato.