Cleta y Domitila
(Fragmento)
Sólo las mariposas y algún que otro sarantontón atrevido saben que Cleta sueña, inventa las historias más bonitas y entretenidas, y es tan amable que, cuando ve que alguna mariposilla se le posa en el caparazón, que confunde con una piedra brillante (tal es su inmovilidad) o un osado sarantontón trepa por sus patas, ella les cuenta en voz baja lo que en ese momento está soñando… El mejor momento del día tiene lugar a la caída de la tarde, cuando ya el sol se acuesta sobre el mar y se va zambullendo en él. Entonces, Domitila vuelve al árbol. Viene cansada, camina con mayor lentitud, y carga casi siempre algún regalo para Cleta: una piedra de colores, una pluma, alguna semilla brillante, un fruto apetitoso…
Y Cleta la recibe alborozada. Amablemente, le pregunta por su excursión del día. Entonces, Domitila le entrega el regalo a Cleta y le va contando a trompicones todo lo que ha hecho… Cleta la escucha atentamente, con una cariñosa sonrisa en su boca picuda, y luego le da un ligero topetazo con su concha,
—¡Domitila!-le dice impaciente— Tienes que contar las cosas más tranquila. Te armas tal
lío, que no consigo entenderte. Yo creo que lo que tú querías contarme…
Y ¡hala! De nuevo Cleta tomaba la palabra. Ahora era Domitila la que entornaba sus cansados ojos, recostaba la cabeza sobre el césped, cerca de su amiga, y con las patas relajadas escuchaba su propia aventura contada por Cleta. Domitila lo pasaba muy bien, estaba a gusto, pero no podía evitar un ligero mosqueo.
«¿Cómo es posible- se preguntaba- que sepa mejor que yo lo que pasó si ella no se ha movido de aquí?»
Maresía
(Fragmento)
Una vez estuvieron juntos, Manolo les contó lo que pasaba.
—Malas noticias, colegas. Me ha contado mi padre que en menos de un mes van a convertir esta playa en una especie de paraíso para turistas: quieren instalar un par de terrazas enormes en la orilla de la carretera y colocar las mesas y las sillas en la arena. Van a poner tumbonas con sombrilla para alquilar por toda la playa, van a construir un montón de apartamentos…Dice mi padre que así el Ayuntamiento sacará una buena pasta. Por supuesto, nos prohibirán practicar el surf, tendremos que buscarnos otro sitio. ¡Ah! y también hay que olvidarse de las carreras y los partidos de fútbol.
Los chicos se quedaron cabizbajos, encajando la noticia.
Pedro intentó animar el ambiente
—¡Bueno, pero a lo mejor se nos llena esto de extranjeras con ganas de ligue! ¡Venga!
Esto parece un funeral, hay que buscar el lado bueno.
Pero a ninguno le pareció que el asunto tuviera “lado bueno”.
Aquella era “su playa”. Allí se habían bañado, habían aprendido a nadar, a jugar, allí habían crecido
y no quería que cambiara.
Paco miró hacia el islote. Junto a la barca, a la sombra del refugio se recortaban las figuras de los
dos ancianos,
—A estos también los echarán. Supongo que demolerán el islote y se llevarán la barca. ¡Pobres viejos!
Pedro no había escarmentado y todavía tenía ganas de hacerse el gracioso.
—Podrían trasladarlos así, a todos juntos, hasta el patio del asilo. Sería un detalle
decorativo de lo más curioso…Total, los viejos ya deben estar idos del todo. ¡No creo
que notaran el cambio de escenario!
A Ginés se la había empezado a calentar la cara y, al oír las tonterías de Pedro, sabiendo él lo importante que eran la barca y el islote para su abuelo, sintió que no aguantaba más. Se levantó y, de un empujón, derribo a Pedro, que lo miró sin entender nada. El resto de los chicos se quedaron igualmente asombrados.
—¡Ginés! ¿Qué coño te pasa, tío?- gritó Pedro desde el suelo, quitándose la arena que le había entrado en la boca y en los ojos.
—¿Que qué me pasa, gilipollas? ¡Me pasa que uno de esos viejos es mi abuelo! ¡Mi abuelo Juan! ¿te enteras?
Y Ginés, rojo de ira y con ganas de llorar por la angustia que le producía la situación, dio la vuelta y abandonó la camiseta y la tabla junto a sus amigos, que no salían de su asombro.
El chico atravesó la carretera y enfiló el camino de su casa sin mirar a derecha ni a izquierda. Por
fortuna no se cruzó con nadie conocido, porque las lágrimas se le agolpaban en los ojos y no veía
nada.
Entró a su casa por la puerta del traspatio. Su hermana debía estar con Miguelito “el Araña” y su madre probablemente estaría trajinando en la cocina.
Solo rompió en sollozos ahogados cuando estuvo a salvo, en su habitación, con la puerta bien cerrada.
Él mismo no entendía qué le estaba pasando: el disgusto de perder la playa no era lo que le afectaba de esa manera: lo que le dolía tanto era su abuelo.
De pronto, toda la ternura que le había negado en los últimos años se le agolpó en el alma y parecía que el cariño hacia aquel hombre bueno, de mirada limpia, le iba a romper el pecho.
Pensó que las cosas no podían ser así, que a su abuelo no lo podían privar de su cachito de paraíso: aquel era el sitio donde descansaba la “Mª del Mar”, donde cada madrugada saludaba a la maresía y se empapaba de sus cristales de sal.
De un manotazo se secó las lágrimas.
De Historias de fantasmas
La mano negra
(fragmento)
Y, en ese momento, una sombra salió de la oscuridad del cine y, rápida, trepó por el poste de la farola. Cuando llegó al punto más alto, hizo una pirueta y todos vieron aterrorizados que la Mano Negra les hacía señas, los llamaba desde el cristal de la farola, y su sombra, acrecentada por la luz, se multiplicaba en las paredes recién encaladas de la casa en construcción donde ellos estaban. ¡Aquello no podía ser obra de Chago!
Ahora sí, todos a una salieron de estampida, sin mirar atrás, corriendo como locos hasta llegar a
casa…
Nadie fue al jable al día siguiente. Ni al otro. Nunca más.
Cuando se volvieron a encontrar, al sol y en la playa, no hablaron de la Mano Negra ni de aquella noche horrible: querían creer que nada había sucedido. Olvidarlo todo, como si se tratara de un mal sueño.
El peor parado fue Chago. Sólo les contó a Jorge y a Mariola lo que le había pasado. Aquella tarde, Chago había cogido su bici para llegar antes y tener listos los preparativos, pero no pudo ir muy lejos. Llevaba pedaleando unos minutos cuando sintió que los pedales se le iban de los pies; era como si lo estuvieran empujando con mucha fuerza. Intentó frenar, pero le resultó imposible. Los conductores de los coches le tocaban el claxon y le gritaban que parara, pero no podía, y de pronto, aquella fuerza hizo que se lanzara contra una pared.
Perdió el sentido y lo recobró unas horas más tarde en la habitación de un hospital, donde se encontró con sus asustados padres.
No supo explicar lo sucedido y lo culparon de imprudencia.
Cuando estuvo recuperado, intentó arregla su vieja bicicleta. Fue entonces cuando descubrió, tatuada en el sillín, una Mano Negra que parecía mover los dedos, como saludándole.
Calima
(Fragmento)
—Sahara quiere decir “desierto”…El Sahara es el desierto más grande del mundo. Y lo tenemos ahí enfrente, en la gran barriga de África. Es…es como una playa enorme de arenas amarillas y vivas. Pero es una playa donde no hay agua, Rita, solo arena. Una arena que se mueve, que corre por todo el desierto formando dunas, que habla con el viento y peina las palmeras de los oasis. Una arena que, a veces, es capaz de matar…Pero que tiene una gran belleza cuando la ves ante ti, extendida y lisa, como una gran alfombra que invita a hollarla, a correr por ella.
Desde cualquier punto del Sahara puedes contemplar el cielo más bello del mundo. Por las noches hace mucho frío, y, si te tumbas boca arriba, verás que el cielo es realmente inmenso. Va cambiando d colores hasta que solo queda el negro; parece un gran techo negro lleno de millones de luces brillantes de todos los tamaños que titilan y, a veces, atraviesan raudas el espacio, como pequeños rayos…Cuando hay luna llena, lo ilumina todo y se pueden ver los perfiles cambiantes de las dunas y las siluetas de las palmeras en los oasis. A veces, la arena del desierto aprovecha el viento siroco para viajar: se sube sobre sus lomos, como si fuera un dromedario de aire, y se eleva sobre el Sahara, atraviesa el mar y visita las Islas Canarias.
—¿Cómo ahora?—preguntó Rita con un hilo de voz, para no romper la magia del relato.
—Como ahora, sí. Yo aprovecho para sumarme al viaje. Pero me hago mayor y me parece que esta
será de mis últimas visitas.
Calima se calló y apoyó su cabeza sobre las patas. Esbozó una sonrisa soñadora mientras contemplaba a Rita, que acercó la mano para acariciar a su nueva amiga.
El secreto de la foto
Capítulo 1
(fragmento)
Limpié la foto de tierra y, guardándola junto a la flor, salí del antiguo cementerio.
Al llegar a casa coloqué la ajada rosa de tela y la foto al lado de mis libros, en la esquina de la mesa donde solía trabajar cada noche.
Pero no pude concentrarme en la tarea que otras veces había acaparado toda mi atención: un hálito morboso me cercaba, me obligaba a mirar por el rabillo del ojo hacia el ángulo de la mesa donde reposaban ambos objetos…
Me avergonzó sentirme tan inquieta y, como quien no quiere la cosa, coloqué entre la flor, la foto y yo una parva de libros que ocultaban ambos objetos por completo. Pero fue inútil: mi atención seguía fija en aquel lugar que, aunque oculto, yo sabía ocupado por las pertenencias de una muerta desconocida.
Llegó un momento en que hubiera jurado que tras los libros la flor destellaba y la foto se removía. Hasta tal punto creció mi obsesión que, aunque sintiéndome avergonzada por un comportamiento que reconocía absurdo, acabé levantándome y cogiendo los dos objetos. No sin cierta aprensión, salí del cuarto donde estudiaba y los guardé en la cocina, dentro de una arquilla pequeña de madera tallada con incrustaciones de hueso que alguien me había traído de Marruecos.
Cuando volví a la habitación, sentí la ausencia de la flor y la foto como siente un mutilado el miembro que le falta.
Aquella noche, por supuesto, no pude estudiar: ni siquiera intenté memorizar una sola palabra.
Desde la cocina, incluso, la sombra dela cajita, aunque inexistente, me parecía ominosa…Me tomé una taza de leche y, aún riéndome de mí misma, me fui a la cama.
La sensación de que mi pequeño piso de estudiante estaba ocupado por alguien además de por mí se fue perdiendo con el paso de los días, y si no me deshice de la flor y de la foto, fue porque me parecía que si daba rienda suelta a mi miedo, cualquier cosa podría hacerse conmigo en un futuro y yo estaba decidida a que no fuera así, estaba decidida a ganarle la partida a cualquier desecho que un momento de locura se recoge de un cementerio.
Pasaron, pues, los días y las semanas. La arquilla volvió a ocupar su lugar entre el resto de los pocos objetos que poseo; era, sencillamente, uno más al que quitar el polvo muy de cuando en cuando, o algo que había que mover para hacer sitio a un pequeño jarrón con algunos capullos… Su protagonismo lúgubre se perdió y yo lo olvidé, lo relegué al olvido en el que viven todas mis pertenencias.
En este caso no fue la arquilla la que se destacó ni fui yo tampoco la que la recordé.
Unas semanas antes de acabar el curso, vino a casa mi amiga Isabel. En lo que yo me preparaba para irnos al cine, ella, deambulando por mi pequeño apartamento, dio con la cajita.
—Oye, ¿de dónde has sacado esta foto? ¿Quién te la ha dado? ¿Tú conoces a esta mujer? decía mientras me señalaba con un dedo la foto amarillenta que ya había logrado olvidar y que ella tenía ahora en la mano.
Le expliqué cómo había llegado a mi poder y le enseñé, además, la rosa apolillada.
Entonces, Isabel me dijo algo que me dejó boquiabierta
—Yo he visto esa foto en casa de doña Amalia.
Me entró una terrible excitación al saber que Isabel conocía a la mujer de la foto color sepia. Le pedí que me dijera todo lo que sabía acerca de ella, y me fue contando camino del cine una historia bastante singular.
Doña Amalia nunca había vivido en Tenerife y, por supuesto, tampoco en La Laguna. Era una señora que actualmente vivía, como había hecho siempre, en La Vegueta.
Ocupaba una casona rodeada de viñas que había sido siempre de su familia. Era muy mayor y vivía sola con un par de medianeros casi tan viejos como ella.
No se le conocía familia alguna y se decía de ella que había sido muy guapa. La soledad le había agriado el carácter que en su juventud había sido muy alegre.
Isabel me dijo que una copia de la foto que yo tenía la había visto en la casa de La Vegueta el verano anterior, cuando acompañó a su tía Eugenia a hacer una visita a doña Amalia.
Me contó que la señora vivía como suspendida en el pasado o, como le dijo su tía al finalizar la visita, “ida, inconexa”.
Llegamos al cine y, en verdad, no recuerdo ni el título de la película que vio Isabel. Yo tenía otro guion en mi cabeza.
No entendía por qué esa foto de una señora de Lanzarote, que además estaba viva, se encontraba en una tumba de un cementerio de La Laguna. ¿Qué historia se escondía detrás de estos hechos?
El callejón de la Sangre
(fragmento)
El niño dudó solo un momento, pero ya que había llegado hasta allí, decidió seguir adelante con su propósito.
—Buenas tardes, María.
La anciana se volvió con una sonrisa en los labios.
—¡Vaya!, mire quiénes han venido de visita. Pasen los dos, llegan a tiempo de merendar.
Abrió la cancela y el hombre ayudó a Rafa con la silla. Tito le saltaba alrededor, señal de que le era conocido.
—Tú eres Rafa, el sobrino de Paula, ¿verdad? Te he visto jugando con los chicos en la plaza…
Al niño le encantó que lo saludara estrechándole la mano como a un adulto.
Es don Pablo, el maestro—le aclaró María— Él dice que viene a hablar un rato conmigo, pero yo sé que lo que realmente le atrae es el tazón de leche con rosquetes.
Entraron todos en la casa entre las protestas del maestro y las risas de los demás. Cuando se encontraban ante la merienda, María le preguntó:
—¿Sabe tu tía que estás aquí?
Rafa se puso colorado y no le sostuvo la mirada.
—No, yo estaba en la plaza, con los chicos, pero ¡tengo tantas ganas de que me cuentes lo que sabes del Callejón y el pirata! ¡Por favor, luego me iré para casa…, las tardes son muy largas y falta mucho para que oscurezca!
Y sin dar tiempo a que le contestara, le dijo:
—He estado en el Callejón de la Sangre.- Y la miró azorado; no sabía cómo plantearle sus dudas. Temía que lo tomara por tonto o, lo que era peor, por un entrometido—. ¿Sabes?, Tito no quiso entrar y no dejó de ladrar y aullar todo el tiempo…¿Por qué crees tú que se portó así?
María cruzó los brazos sobre la mesa y miró a don Pablo, que había permanecido en silencio y muy atento a lo que decía el niño. Fue él quien le contestó.
—Bueno, no veo nada malo en que conozcas la historia de lo que tanto te interesa, pero tienes que prometerme que esta noche se lo contarás todo a Paula y que no tendrás miedo. ¿De acuerdo? Rafa miró al maestro y a María—
—¡Sí! ¡De acuerdo, de acuerdo…!
La mujer se echó a reír.
—Has tenido suerte, don Pablo ha estudiado la historia de Teguise y sabe mucho de sus leyendas y
personajes. Escúchalo a él. Yo ya te he contado lo poco que sé—
Y don Pablo empezó a contar.
—No sé si sabes que nuestras islas fueron uno de los territorios más visitados por los piratas, porque estaban en el camino hacia América y aquí hacían escala los barcos que desde allá volvían con grandes tesoros. Por eso, hasta las Canarias venían piratas ingleses, franceses, holandeses…
También nos atacaban piratas argelinos, marroquíes y tunecinos. Todavía, cuando nos da mucho miedo de algo, decimos que le tenemos más miedo que a una lancha de moros…¡Y mira que ha pasado tiempo desde entonces!
Bueno, pues la cuestión es que allá por el año 1569 desembarcaron en Arrecife las naves del pirata Calafat que venía del norte de África y atravesaron la isla hasta llegar aquí, a la Villa de Teguise, que por aquel entonces era la capital de Lanzarote.
Era el mes de septiembre y muchos hombres estaban en el campo trabajando. Dicen los que me contaron la historia que al principio fueron las mujeres las que se enfrentaron con los piratas y que luego, junto con los hombres que fueron avisados, consiguieron expulsar a los invasores. Pero en la pelea hubo tantos muertos que aseguran que corrió la sangre por las piedras del callejón.
El maestro guardó silencio unos instantes, se acarició la frente, como para recordar mejor, y siguió
hablando.
—Ahora ya sabes por qué esa calleja se llama “de la sangre”. Parece solo un cuento de miedo, pero por desgracia, cada vez que los piratas llegaban a Lanzarote, arrasaban los campos, robaban la comida y los animales, mataban a su gente y hacían prisioneros que se llevaban para venderlos como esclavos. Pues bien, uno de los peores piratas que tuvimos la desgracia de padecer fue Morato Arráez.