DE Los inquietos (2007)
9 de la mañana
Sobre la madera del mostrador, el ejemplar de El Correo llenaba el local de olor a tinta fresca: en primera página, a tres columnas, gruesos titulares anunciaban el desembarco de nuevos marines en las costas de Vietnam; al lado, con una fotografía de archivo, se daba noticia del viaje realizado por el señor Fraga Iribarne. Completaba la página un artículo sobre política regional. Edelmiro volvió a repasar los títulos del primer artículo, calculando aproximadamente cuáles serían los comentarios que se oirían a la hora de la tertulia. En realidad, en la tertulia de la tarde los comentarios de política nacional e internacional se solían hacer muy de pasada, y Edelmiro sabía sobradamente que en igualdad de condiciones siempre había preferencia por los de política nacional, pues, como solía argumentar don Cecilio, teniendo un material tan rico en nuestro país, ¿para qué nos vamos a desplazar a los otros? Sólo en ocasiones excepcionales, tales como la destitución de Kruschev, el asesinato de Kennedy, o la concesión del Premio Nobel a Jean Paul Sartre, recordaba Edelmiro que se hubiesen decidido por esos temas; pero, por regla general, los comentarios versaban más bien sobre Literatura, sobre Arte, sobre Poesía, sobre Pintura…, cuando no degeneraban en un altercado dialéctico en el que –medio en broma, medio en serio– se insultaban unos a otros, echándose en cara sus respectivos defectos, cosa que molestaba sobremanera a Emilio Jiménez Cuéllar, el poeta, que siempre protestaba diciendo que si los intelectuales honestos no eran capaces de considerar seriamente su posición, cómo podrían crear una labor, o exigir el menor respeto para su Obra –Emilio Jiménez Cuéllar siempre llamaba Obra a lo que hacían los de la tertulia: poesía, pintura, crítica, lo que fuera…–, o pretender hacer nada de nada. Pero Domingo Cacho le respondía que él lo que era es un tímido que tenía miedo de que se metieran con él. Y la verdad es que en parte tenía razón.
DE Beneficio de inventario (1995)
6ª Viñeta apócrifa
– Don Aarón…
– ¿Si?
– Que han venido los clientes del jueves pasado a pagar la cena.
– ¡Joder, Rubén! El jueves pasado era Pascua, y vino a cenar aquí todo Dios. ¿Cómo quieres que me acuerde de qué clientes se trata?
– Seguro que se acuerda, don Aarón: los raros.
– ¿Cómo los raros?
– Sí: los que pidieron el salón grande del primer piso porque querían sentarse todos por el mismo lado de la mesa.
– ¡Ah, ya! Aquel grupo tan extraño de hombres solos que parecían forasteros. ¡Mira que hay gente que tiene caprichos…!
– Y eso que usted les dijo que cabían de sobra en el reservado pequeño de la azotea: donde viene Magdalena con los fariseos. Pero ellos, erre que erre, que pagaban lo que fuera pero que querían sentarse así. Debían tener muchísimo interés, porque la verdad es que el capricho les salió por un ojo de la cara: cincuenta denarios de más, que usted les pidió por adelantado, además del veinte por ciento de la factura, que el canijo de la bolsa lo pagó todo sin rechistar: contando las monedas una a una, eso sí, pero pagó.
– ¡Hombre…! Es que si no, no cenan. No voy a desperdiciar, así como así, un comedor en el que caben más de veinticinco personas; y menos una noche como aquélla, con el local repleto de clientes. Entonces, ¿liquidaron la factura?
– Sí, y dejaron cinco denarios de una propina.
– ¿El canijo de la bolsa?
– No.
– Ya me parecía a mí.
– No ha venido él. Me dijeron que había fallecido aquella misma noche: de accidente.
– Es que en estos días el camino del lago de Tiberíades se pone peligrosísimo.
– No, por lo visto fue aquí mismo, en Jerusalén. También me dijeron que al día siguiente tuvo otro accidente gravísimo el que parecía el jefe, el que hablaba todo el rato; pero que, afortunadamente ya se ha mejorado. Lo que han venido a pagar son el calvo de edad que se pasó toda la noche discutiendo de gallos con el jeje, ¿se acuerda?
– Así, de pronto…
– Bueno, da lo mismo. Y aquel jovencito que era un poco así, usted ya me entiende…
– ¿El que se le iba la manita?
– Ése. Están aguardando abajo, porque desean comprar la copa en la que bebió el jefe aquella noche. Bueno, al final bebieron todos de esa misma copa, porque se la iban pasando de unos a otros, diciendo unas palabras raras, como en arameo: lo vi al servirles el postre.
– La verdad es que desde el primer momento me parecieron raros. Como si alguien pudiera saber en qué copa bebió cada uno aquella noche, con el tráfago de clientela que hubo.
– Entonces, ¿qué les digo?
– ¿Cien denarios? ¿Tanto?
– Y, si eres listo, mucho más. Todo lo que saques por encima de cien, para ti.
DE Los puercos de Circe (1983)
Ahora Rafa está sentado en el brazo del sillón de Rosa Mary, al lado del tocadiscos, con el brazo derecho pasado por detrás, mientras José Luis y Marta bailan en el centro de la habitación. Aurora y Cristina charlan mientras recogen unos platos vacíos que se habían quedado diseminados por todos los muebles, ¿pero no dijiste que sólo íbamos a picar y que nada de cena?, cuando apareció Aurora en el marco de la puerta levantando espectacularmente sobre su cabeza la bandeja grande con la pata de cerdo nadando en la salsa, sí, hijo, pero una cosa es no cenar y otra pasar hambre, ¿no?, mientras la depositaba encima de la mesa del comedor, hacedme sitio, ¿queréis?, y Cristina, Marta y Rosa Mary separaban las botellas, los vasos, las bandejitas de los canapés, de la ensaladilla, de las aceitunas, e iban repartiendo trozos en los platos que Marta le acercaba a Aurora, lo que sí hacemos es que nada de sentarse, ¿eh?, cada uno coge su plato y se lo come como puede, claro, claro, asentía Ricardo, eso, eso, sonreía Manolo, nada de protocolos, y José Luis y Ricardo se comieron sus platos apoyándolos en uno de los estantes vacíos de la biblioteca, de pie, ¿quién quiere cerveza?, sin dejar de hablar; Marta, Rosa Mary, Cristina y Manolo, sentados en el tresillo, yo whisky, sí, para no cambiar, decía Manolo, tapizado de azul; Rafa y Aurora en una esquina de la mesa del comedor, pero esto es un banquete, hija, un banquete, mejor que en La Posada, repetía Manolo bebiendo largos tragos de whisky, el mismo whisky que bebía al principio, que bebió, que había bebido, desde media tarde; ahora está algo borracho, bastante borracho, acodado en el ventanal que terminaron por abrir a eso de la una, ¿no molestaremos a los vecinos?, dijo Cristina prudentemente, para despejar el ambiente caldeado por el humo, que se fastidien, Ricardo, con un vaso en la mano pasea desganadamente a lo largo de los estantes de la librería ladeando el cuello, unas veces a la derecha, otras a la izquierda, ¿por qué no se pondrán de acuerdo los editores, le dijo antes a José Luis, para imprimir las letras del lomo en la misma dirección?, leyendo títulos, envuelto en la música que llena la habitación y que se superpone a los murmullos de Aurora y Cristina, a las risas de Manolo y de Rosa Mary, que siguen sentados juntos, en el mismo sillón.
–¿Quieres otro whisky, Ricardo? –le pregunta Aurora al pasar por su lado, camino de la cocina.
– No, no –sonríe–, todavía me dura.
–Estate quieto, intelectual –gruñe Manolo desde la ventana–: te has pasado la velada…
–¡Uy la velada! –ríe Marta sin dejar de bailar–. Que cursi.
–Te has pasado la velada pegado a la biblioteca.
–Únete al bullicio–invita José Luis poniendo los ojos exageradamente en blanco ante un acorde de Extraños en la noche–; no permitas que el cerdo de Rafa seduzca a tu mujer.
–Tú seduces a la mía, ¿no? –responde Rafa sin apartar el brazo de la espalda de Rosa Mary.
–Sí–responde Manolo tartajeando un poco–, pero el pobre Ricardo no tiene la culpa.
Y todos se ríen ruidosamente, un poco más ruidosamente de lo habitual, e incluso Ricardo amplía en una casi carcajada mientras se acerca al otro extremo de la habitación y hasta Aurora, por favor, los vecinos, y Cristina, ¿qué ha pasado, qué ha pasado?, que vuelven de la cocina sonríen también mirando a unos y a otros como para enterarse del chiste, mientras Ricardo ha dejado el vaso, todavía lleno, encima de una mesita, se ha acercado a José Luis, le ha dado un golpecito en el hombro, le ha hecho una reverencia, con su sonrisa habitual, un poco como tímida nuevamente, ha abrazado a Marta, cambio de pareja, querido, y sigue bailando con ella los últimos acordes de Extraños en la noche, bajo la mirada burlona de Cristina que se ha sentado en el sofá, enfrente de Rosa Mary, ojo por ojo, ¿eh?, grita Rafa desde el sillón, Ricardo se encoge de hombros, adulterio por adulterio, querido, es lo justo. Aurora está ahora de espaldas a la ventana, al lado de Manolo que se ha acodado en ella y que contempla la calle Méndez Núñez, ceñudo, como enfadado, con la boca torcida, el pelo, escaso y canoso, revuelto, ¿estás piripi ya?, ¿yo piripi?, trabándosele un poco la voz, mientras se ríe Aurora a su lado, no, oye tú, que me he atragantado, la risa de Aurora, sí, sí, atragantado, llena toda la habitación, pasando incluso, por encima de Frank Sinatra, los otros, Ricardo, Cristina, Rafa, levantan la cabeza, oye, sí, de verdad, riéndose Manolo también, Manolo se empeñó, a la hora de comer, cuando la pata de cerdo, pero si esto es un banquete, Aurora, esto es un banquete, en seguir bebiendo whisky, ¿no prefieres cerveza?, como toda la noche y como toda la tarde, no, no, whisky, whisky, para no cambiar y se había bebido tres más, esta noche la coges, se reía Aurora poniéndole hielo, no, hija, qué va, comiendo…, […]