CAMPANARIO DE LA PRIMAVERA
CAMPANARIO
Campanario:
también en mi corazón
alguien, está repicando.
Amapolitas, violetas,
madreselvas y geranios:
¿hasta vosotros no llega
mi corazón dilatado?
Todo vestido de risas,
saltando,
-¡como un chiquillo!-
se me ha ido por el campo
GIRASOLES
-Decidme qué hora es,
áureos relojes de la primavera.
AMOR 1º
Tú aún jugabas con muñecas.
Y yo hice una cometa
-en forma de corazón que se enredó en tu azotea.
PESCADOR
¿Tú, pescador? Yo, poeta.
Toma un verso de carnada
y péscame una sirena.
VALS
La mar estrenó esta noche
un traje de lentejuelas.
Y ahora baila que te baila
bajo las altas linternas.
Yo quiero danzar contigo
-¡Oh, mi novia marinera!-
(En tus senos de cristal
voy a doblar mi cabeza).
ROMANTICISMO Y CUENTA NUEVA
Elegía entre dos luces
I
Bombilla;
vivir quieto.
Limitado en la geometría
de los rizos del firmamento.
Clausura de cristal
– fraude y disfraz de encierro-
( clasicismo
perfecto).
II
La bombilla se muere,
se desangra en un suspiro lento.
(¡ Su exacta flor de fuego!
¡Su transparencia alegre!
¡Su redondez de seno!).
III
Ya lo sabéis; a un muerto,
cuatro velas.
La vela: signo opuesto.
Romanticismo puro.
La luz en movimiento.
La sirenaica voz ardiente, mariposas.
El estira y encoge.
La evasión hacia el cielo…
El parpadeo
del vivir muriendo
( gritos de llama, lágrimas de cera,
y el humo del mal sueño).
IV
La bombilla se ha muerto.
Se ha desangrado en un suspiro lento.
Queda la vela, vela…
La vigilia en eterno.
El rincón de las figuras.
La cita
A Óscar Dominguez
En el jardín abandonado,
que llora un emigrar
de risas y de pájaros,
te doy la última cita verdadera,
solemne y destocado.
Y acuden, de repente, tus zapatos
(tus zapatos de ante del 35, negros),
en un vals postrimer, desorientado.
Tus medias grises, llenas de aire
y besos deshojados:
la una,
sobre esa fría losa, se está deshilachando;
la otra viene dando saltos,
recordando
la pierna electrizada de los grandes momentos,
biela de gracia y de locura
sobre la patinette del raid mágico.
Acuden tus collares,
deshaciéndose en lágrimas sonoras
sobre el tazón de mármol.
Tus anillos cegantes, tus pulseras nerviosas,
en un girar de ahogo rápido.
Acude tu uniforme negro y blanco de colegiala,
sobre un lecho de césped, estirado.
El secretaire de tu abriguillo cálido.
Tus guantes en el aire desmayados.
(Tan sólo, tú, no acudes, escondida
en el foso del lívido escenario).
La venus apuntalada
A Carlos Pestana
Ni tus ojos enormes, de paraíso y de aquelarre,
que, de repente se encogieron
detrás del garabato de los impertinentes.
Ni tus tacones inseguros de oca enferma.
Ni tu pulmón izquierdo, blando pichón acribillado
por las descargas más crueles.
Ni tu extirpado riñón que subió al cielo
y está sentado a la diestra de la luna.
Nada. Nada. Tan solo,
el cartel gritador de las mil libras,
el cartel afrentoso del triunfo.
Y el ladrar de los canes macilentos
en pos de epitalámicos faldones…
Eso sólo.
Eso sólo, dios mío,
Me hizo huir -de espaldasen angustioso velocípedo.
Gritos
A Eduardo Westerdahl
Gritos.
gritos por todos lados.
La rosa de los vientos
deshojando
-en chirridossus pétalos metáñicos.
gritos.
Gritos por todos lados.
catapulta de gritos
derribando
la cuidad de violines enguatados.
gritos.
Gritos por todos lados.
Y yo en huida de terror.
Cayendo. levantándome.
Y, entre una lluvia de puñales agrios,
tendido, al fin.
Inerte.
acribillado.
(De súbito,
una mujer envuelta en llamas amarillas,
se asomó, dando gritos,
a unos balcones altos.)
Foto velada
un ángel sin usar de cinelandia,
sobre la punta de la nariz,
te coloca unas gafas.
Te tuerce los tacones y te arruga las medias.
Te afila un moño alto y un sombrerín de paja
te cuelga de los hombros una bata
azul
de colegiala.
Pero de pronto, saltas.
Y a la bebé daniels de dos minutos,
en un rincón la dejas olvidada.
Entonces,
una piscina ávida
te absorbe como un maillot azul y grana.
Repiquetean tus zapatos
un charlestón absurdo sobre nuestros costados.
Tu boca de champaña
se nos suelta a cantar coplas saladas:
–los buzos se han cortado
sus bigotes,
y mi gorrito americano
tuvo ayer tarde un parto de bombones.-
tu garganta
se quiebra en una risotada
por la que se santigua
una ciudad de lúgubres campanas.
Y tus ojos de vaca,
de laguna
cálida,
reflejan un paisaje de cigarrillos
y teclas deshojadas.
Film vampiresco
A Domingo Pérez Minik
Tus ojos de Joan Crawford
yo los hice más grandes, más grandes, todavía.
Con qué bisturíes te dilataré los párpados.
y tus ojos se abrían y se abrían;
desmesurados,
en un “crescendo” blanco.
De tal forma,
que llegaron a ser dos grandes huevos
de abandono y espanto.
(Y tú, ausente, intocada.
Sin presentir siquiera
el horroroso crimen cometido
a dos metros escasos).
Zumo de Charlot
A Luis Ortiz Rosales
Charlot, paseando
-vacilantesobre una rúa empedrada de chisteras,
y de guerreros cascos
con los zapatos llenos de agujeros, llenos de dólares, llenos de clavos.
Trepando
hasta el grifo helado
de una botella de agua de selz,
que vomita luceros triturados,
desabridos,
recién quemados.
pero él cae, embriagado.
De mail cosas.
–Cock-tail cósmico, trágicosobre cristales de champaña,
en un lecho burlado
charlot, pescando,
con su cabeza de bastón elástico,
a la orilla de un río de hojalata,
una sirena… de auto,
asesino de soñadores y de gatos.
¡Charlot, Charlot, Charlot! Charlot, clavado
-faro tristeen el eje de un mundo de sombra y de fracaso.
ENIGMA DEL INVITADO
1
Me arrastran
y me sientan
a comer
en una larga mesa.
Me ordenan
que adopte
posiciones forzadas,
inútiles,
molestas.
Que escancie sin repulsas
en empolvadas calaveras,
largos sorbos
de absenta.
Que utilice mil veces
la almidonada servilleta.
Que trague,
sin romperla,
una lunar oblea.
Que trinche sin dolor
un sexo de doncella.
Que parta con cautela
un pastelón de tierra
en ya no sé cuántas fronteras.
(Y que reprima sordamente
estas ansias tremendas
de tirar el mantel
y derramar toda la cena).
3
Me pusieron delante
una bandeja
de fabril
osamenta.
Y, en una fuente enorme,
estatuas y muñecas.
Y yo, en tanto, esperando
–inútilmente—
que alguien me sirviera
islas, mares
y estrellas.
6
Un ángel se estiró sobre la mesa,
aleteando, trémulo.
Y yo titubeaba
para recomponerlo.
Unos chorros de añil
salpicaron mi bata de cirujano inepto.
Mientras me espoleaba
un impulso secreto
de maniobrar más torpemente aún
de lo que yo sabía hacerlo.
Con aquellas tijeras,
largas, de peluquero.
Y, entre gritos celestes de ave única,
torcerle el pie derecho.
Lo dejé paticojo, desplumado.
A la caza angustiosa del regreso,
que se retardaría
yo no sé cuánto tiempo.
Y en un cubo
de hielo
fui arrojando
los algodones del remordimiento.
Sin presentir la burla –inminente, monstruosa—
del anunciado premio.
7
Con qué lívido esfuerzo.
Con qué nervioso látigo,
pude lanzarlo –león rojo— adentro.
Y entre qué laberintos de barrotes,
salvar al pájaro del sueño.
Al acabar un cielo,
de palmas delirantes,
de silbos y denuestos,
se derrumbó sobre mis hombros,
en un batánico jaleo.
Sin reverencia y sin visado,
me disparé corriendo.
Con los bolsillos
tan repletos
que estallaron
en un rodar de gritos por el suelo.
Al levantarme, un arlequín de hierro,
de un salto, cabalgó sobre mi espalda.
Con sus espuelas de picudos cuervos.
Con su fusta de pólvora.
De vinagre y de hielo.
(Raudales de monedas
derramaban
mis ojos de asno enfermo).
10
Por todas partes me seguía aquel sombrero.
Con sus metálicos reflejos.
Aquel sombrero de tan alta copa,
y, una botella de champaña dentro.
Por todas partes me seguía aquel sombrero.
Embetunado rascacielos.
Infatigable. Terco.
Acechándome en todas las esquinas
con su mirar de acero.
O corriendo, corriendo,
tras mis talones ágiles.
Echando espuma del redondo hueco.
A veces, le seguía –de escudero—
un calcetín muy sucio
colorado, repleto,
de libras esterlinas
–bolsín nauseabundo y traicionero—.
Entre los dos, entonces, contumaces,
apretaban el cerco.
Sentándose a mi mesa,
reposando en mi lecho.
Inútil fue que, en galopar frenético,
saltara retorcidas escaleras
y pasillos estrechos.
Al alcanzar el piso séptimo,
ahogó mi relincho
primaveral un anillado hielo.
Y al penetrar en la risueña alcoba,
quedé parado en seco:
allí estaba aquel dúo en guardia fija,
inmóvil y siniestro.
(Al salir tropecé y caí de bruces
en dos montones de podridos sexos).
12
Transformarse en tranvía enamorado
–jupiterinamente— y poseerla.
Estremecido desde el trole hasta la médula.
Me gustaba por eso:
por su especial manera
de trepar hacia él –Europa nueva—
con sus libros de texto bajo el brazo,
y en su reír el terremoto de la fiesta.
Hasta que el armatoste rechinante
la derribó debajo de sus ruedas,
que se afilaron, de repente
–circulares cuchillos— y partiéronla,
de arriba abajo, en dos partes simétricas.
(La una mitad es esa
que ves por ahí siempre
en su ágil unipierna.
La otra mitad la llevas
oculta en el bolsillo
de tu triste chaqueta).
15
Me arrodillé sobre la vía
–las manos, a la espalda; la cabeza, hacia el suelo—
con propósito
incierto
entre suicida búsqueda
y aterrizar el rezo.
Entretanto, crecía,
de un modo gigantesco.
Y mi larga estatura proyectábase
en el asfalto lívido del cielo.
Cuando surgió –de pronto—
“el tren expreso”,
con resoplar
de vuelo,
conducido
por su autor, amo y dueño.
Dio tan terrible salto,
no sé yo si por lástima o por miedo,
que rechinó, astillándose
su madeja de huesos;
y se torció –abollado—
su altísimo sombrero.
Mas no pudo evitar que traspasara
como una flecha, mi anchuroso pecho.
Yo seguí atornillado a los raíles,
con los brazos abiertos.
De rosales y hollín,
de lágrimas y versos
totalmente
cubierto.
Y con aquel horrible
y rápido agujero
que taladró “la máquina
infernal”, en mi pecho.
Túnel, ya,
–sin recelos—
de los trenes
del véspero:
y, a intervalos,
del viento.
Yo no sé
cuánto tiempo
estuve, allí, clavado,
esperando el relevo.
Que llegó, al fin, por órdenes
urgentes del Gobierno.
(Ahora, paseaba, con fastidio,
mi pectoral redondo y hueco,
mi vistoso uniforme
de guardagujas sin consuelo,
y mi ambición –pretérita, insepulta—
de descarrilamientos).
21
Todos los maniquíes de la ciudad fueron llegando
con un estrépito de alambres y maderas.
Unos azules discos de gramófono
lucían sobre el pecho, hacia la izquierda,
clavados al nivel
de la quinta traviesa.
Los anunciaba una registradora,
rígida, de librea.
Ingurgitando tiques.
Y escupiendo tarjetas.
Iluminaban el salón enorme
mil hachones de tea,
y, posándose en rotos candelabros,
un rumor de luciérnagas.
Escondido en el carro de la basura, pude
llegar allí y colarme de rondón en la fiesta.
En el momento en que empezaban
los bailarines a autodarse cuerda.
Un zapato de plata, duro y frío,
dirigía la orquesta
de pistones y émbolos,
de palancas y ruedas.
Toda la noche estuve dando vueltas.
En una danza interminable.
Clavado sobre el sexo de una guitarra vieja.
Y la mañana abierta
me sorprendió tendido en la escalera.
Sudoroso, apagándome.
Succionando el pezón de una bombilla eléctrica.
23
-Sí, yo os amo,
por eso:
por tristes,
por hambrientos,
porque sabéis morder…—
Al terminar mi brindis,
aplaudieron
con entusiasmo
aquellos
doce canes
famélicos
del cenáculo
incierto.
Aunque no se sabía
quiénes eran –yo y ellos—
anfitrión e invitados
de aquel acto postrero.
Ni, tampoco, el traidor.
Ni, siquiera, el maestro.
Yo, el impar
y agorero
comensal, los miraba
fijamente, en silencio.
Todo fue hasta allí bien,
ordenado, severo.
Mas ante el espumoso
taponeo,
se inició
el desconcierto.
Y, como
obedeciendo
a algún signo
secreto,
la docena
de perros
se abalanzó, rabiosa,
sobre mí, y, al momento
–destrozando mi traje
de charoles perfectos—,
descarnóme en un puro
garabato de huesos.
Yo lo miraba todo
ausente, desde el techo.
Pero al amanecer
–mucho antes que en la crónica oficial de sucesos—,
me vi multiplicado
en todas las esquinas de aquel barrio sin sueño.
24
Me encontraba escribiendo,
a oscuras
y en un frío aposento.
Si encontraba alguna claridad, tenía
que cerrarme los ojos
para poder hacerlo.
Me servía de pluma
un partido barrote del encierro;
y de tinta, los chorros
profundos del silencio.
Me encontraba escribiendo
una carta angustiosa.
Sin dirección y sin destinos ciertos.
Una carta sin nombre
y –acaso—
sin texto.
26
El invitado sin llegar.
Ay, y la mesa puesta.
Y el hambre.
Con sus lívidas teclas.
Y el techo
de la cueva.
Que se va hundiendo a toda prisa,
sobre nuestras cabezas.
Y que, al fin, nos aplasta contra un suelo
de humeantes colillas, salivazos,
y manchones de cera.
El invitado, ay, el invitado.
El invitado que no llega.
Y unos senos cortados que florecen,
al fondo, sobre una bandeja.
(Llegó, por fin, el invitado.
Con sus zapatos de charol.
Y su blanca pechera).
KODAK SUPERFICIAL
INTERMEZZO SOBRE EL PAISAJE DEL SUR
Su nota preponderante es la sequedad. Llanuras pardas, unamunescas, propias para el patinar de atormentadas fiebres amarillas. (De cuando en cuando, rompen la horizontalidad unas montañas que surgen violentamente del suelo, redondas o afiladas, plenas y rotundas, como enormes verdugones
de la llanura.) Hoscos parajes, volcánicas corrientes, profundos barrancos, desolados malpaíses…
Hay extensiones de tipo casi desértico, en donde la única vegetación está representada por los
curvados tubos de los cardones. (Con una estructuración tan sólida que nos trae la alusión pictórica
del post-expresionismo alemán.)
(Surgen, aquí y allá, los cardones, multiplicadamente; formando en algunos sitios verdaderos
boscajes, como un patio monstruoso de lámparas renacentistas.)
LOS BLANCOS PIES EN TIERRA
Tus blancos pies, tus breves pies ligeros
en la tierra se posan y enseguida
sonríen los más lúgubres senderos
y el mundo es una azul amanecida.
Los celestes carteros, los carteros
de la posta solar que se desbrida
convocan a los gallos trompeteros
y mil voces te dan la bienvenida.
Bajo una lluvia azul de telegramas
gira el mensaje de tus pies felices;
y al hundirte en mi ser, vástago ardiente,
a mis jugos recónditos inflamas;
y en mi pecho, tus pies son dos raíces,
y tus brazos, dos ramas, en mi frente.