De Mar afuera
Como era domingo la gente de tierra y los hombres de mar estaban en descanso.
Tan pronto circuló la noticia de que estaba a la vista la barca de Celipe, poco a poco los marineros fueron llegando al sitio donde, en las horas de ocio, acostumbraban reunirse, al zoco de la tapia de la casa de Colás, el más viejo de los patrones, aquella tapia donde colgaban a secar las redes, baja, blanca, delante del patio, que enfrentaba el mar.
No faltaba uno. Los más ancianos aguzaban la mirada, ya débil, siguiendo ávidos la derrota de la barca que, lejos aún, navegaba gallardamente con todo el trapo, en demanda de la playa.
Bahía adentro, corría a un largo, para después, a la altura del caserío, enfilar, viento en popa,
la orilla.
Mientras espiaban las maniobras de la barca, en el corro se iban comentando sus condiciones marineras. Chupaban gravemente las pipas, con largos silencios, poniendo en los ojos toda la expectante curiosidad del alma, y cada cual iba traduciendo sus impresiones en voz alta.
–Coge viento.
–A un largo anda bien…
–De bolina, paéceme que trapea.
–Mucho escora…
–Es que trae mar de costao.
–Pero, rompe…
La barca, sin que la vela aflojara un instante, rompía con la proa las ondas, salpicando
espumas.
–¡Buen golpe!
–Ahora, otro…
–Y este…
De Al jallo
Comenzó el chismorreo de la gente de mar a los pocos días de enviudar Carmen. Llamábanla todos Fula. Era un mote, y bien le cuadraba. Morena de rostro, había en el color de la piel cierto viso azulino, brillante y extraño. Por añadidura su cuerpo era bajo y rechoncho. Negro el cabello, sombreaba unos ojos de mirar intenso, agresivo. Cuando, al varar las barcas, en son de ayuda, metíase en el agua, recogida la falda entre los muslos dejando al descubierto más de media pierna, los marineros más jóvenes quedábanse encandilados mirando aquellas carnes mórbidas, provocativas. No ponía ella en estas desnudeces, después de casada, reparo alguno. A veces la imprevisión llevaba el remango de las faldas más allá de lo conveniente. Y era de ver entonces el ahínco con que los muchachos disputábanse el meter el hombro al varar alguna barca, en el sitio detrás de Carmen. Tenaces, los ojos juveniles recreábanse en el movimiento de aquellas caderas redondas, estremecidas a cada esfuerzo y en el temblor de la carne en aquellas piernas al descubierto, pletóricas y desafiando con tentaciones brutales.
Al quedar viuda era ya cuarentona. Estaba, sin embargo, en su madurez, apetitosa. La gente de mar, hombres y mujeronas, dieron en comentar entonces con los más diversos juicios la suerte de Fula.
No le quedaba recurso alguno. Solamente el trabajo de sus brazos, fuertes para todo empeño, y el amparo, otra vez, de su hermano Merto.
Su marido era marinero a soldada. Murió hinchado, como un monstruo, hundidos los ojos, torcida la boca, retorciéndose en convulsiones desesperadas.
–Picaúra de rascai.
–De araña negra.
Nada se sabía. Los bandos, por la divergencia de opiniones, dividiéronse y, ante el enfermo que se retorcía agonizante, disputaban a voces todos. Mientras unos, más apegados a vivir en tierra, achacaban el mal a un pez dañino, los otros, celosos en la defensa del mar, querían imponer la convicción de que un insecto venenoso había traído con su picadura la infección.
–¿Veislo? … Las dobla.
–Revienta como un pez tamboril
–Calambres de muerte.
–Se va.
–Ansina murió mi pare.
–¡Perra muerte!
El pobre enfermo, los ojos espantados, evitando oír el roznar de las gentes, convulsionábase, hinchado y monstruoso. Al fin, arañando con sus uñas las carnes, babeando espuma amarillenta, quedose poco a poco inmóvil, abierta desmesuradamente la boca, saltando de las órbitas los ojos, crespo y chorreando sudor el cabello.
–Espichó.
Y no hubo más responso. En los primeros meses de la viudez, todos compadecieron a Fula. Quedaba sola.
–Sin marido
–Ni hijo tan siquiera
–¿Hijos? ¡Si es machorra!
De Polvo del camino
De tarde en tarde, y sobre todo durante las penosas jornadas de trabajo en estío, se rompe, con enormes perturbaciones, la vida normal, vulgarísima, de “paz reinante”, en muchas ciudades, aldeas y campos. Los hambrientos y los no resignados a la esclavitud blanca y a la expoliación a poco precio del sudor humano, se levantaban airados, y en muchas ocasiones, con las armas en la mano.
Contra ellos carga inexorable la fuerza pública, reduciéndolos a la obediencia y obligándolos, con toda clase de violencias, al silencio. Cesan entonces los gritos subversivos y el ruido atronador de las descargas asesinas. Lo que no se sabe es si cesa el hambre.
Nuestra prensa nada dice, quizás porque a la curiosidad del público, contento con el buen vivir, esas luchas trágicas del campo poco importe. ¡Tristes forzados de la suerte, míseros vencidos de la vida los que, a costa de la sangre y con todos los riesgos de un peligro de muerte, aún se sublevan confiados en la justicia de los hombres!
Cuando surge uno de esos motines por hambre se les esconde el honor de unos breves comentarios, y nada más. Pero, ¿quiénes se hallan al lado de los vencidos, cuando la fuerza armada los reduce al orden? Nadie. Se les abandona al rigor de sus tristes destinos.
Por estos días las huelgas y motines se han sucedido con aterradora frecuencia. Por todos los rincones de España, las gentes se agitan acosadas como lobos carniceros de las montañas, por el hambre. ¿Y qué se ha hecho? Nada.
De La Lapa
Con el hambre que arañaba el vientre, y desangrándose, Martín sintió que lentamente las fuerzas le iban faltando; que se le caían los párpados, que todo el cuerpo desmadejado y dolorido parecía insensible y como muerto.
Casi no se daba ya cuenta de nada. Sobre los ojos cerrados, como una hermosa visión, sentía posarse aún la alegría de la luz del sol, pero dentro, en los rincones del cerebro, como martillazos, seguía oyendo el rumor colérico de los golpes de mar abajo en las rompientes, estrellándose contra el peñascal.
¡Qué bien! Sentía un abandono, un reposo, algo así como si el sueño llegase, pero un sueño extraño, mezcla de vida y muerte, un aletargamiento en que de vez en cuando sentía la impresión de la realidad.
Como en sueños oyó rumores. No pudo precisarlos. Parecían voces humanas discordantes y también semejaban graznidos de aves que se acercaban, que pasasen volando.
Después el sueño se hizo más profundo. Tuvo la impresión de que rozaban su ropa, de que cosquilleaban en sus pies, de que algo blando pasaba por su cara. Era como la sensación de una caricia. Y aquella mano tenía blanduras de plumaje, como la mano de un niño. Como en un delirio calenturiento, confusas las ideas, inciertas las imágenes, vio al chico recién nacido, el suyo, que todavía no había visto, a su lado dejando caer su mano sobre el rostro del náufrago como velando el largo sueño de descanso. ¿Por qué no cantaba? ¡Ah, si le hubiera cantado sus viejas canciones de mar!
De pronto sintió un agudo dolor. Era en los ojos, como si un dedo brutal los hundiera, como si un torvo pico los arrancara de cuajo. Quiso abrirlos; distendió los doloridos párpados, y nada vio. No oyó más que el rumor como de graznidos de cuervos que antes le parecieron voces humanas.
Bajo la impresión del dolor, incorporose loco, con movimiento rápido de huida.
Después sintió la sensación de vacío, del espacio libre en que se despeñaba; luego el desmayo, la insensibilidad, la muerte, nada.
De Alma regional [Artículo publicado en Gente Nueva, Santa Cruz de Tenerife, 1900.]
Suele la gente de pluma que conozco preguntarme por los literatos canarios, menos conocidos por estas tierras de lo que en justicia merecen. Tengo la monomanía de reverenciar las literaturas regionales porque, aunque incompletas, llevan más color, más nervio, más oxígeno de vida, que las cloróticas literaturas nacionales, en las que es necesario la garra de un genio para que vibren con la profunda intensidad del alma de todo un pueblo. Es indudable que se siente más el terruño nativo, la patria chica, la comarca, la aldea, la casita, el hogar, porque se les ama con toda el alma, que la nación, que el inmenso territorio, donde nuestros afectos se deslíen en medio de la indiferencia de las muchedumbres incoloras, versátiles, y porque los ojos abarcan en lo pequeño los detalles, mientras que en lo grande, en la inmensidad, se pierden, si no hay un pensamiento soberano que se remonte con alas de águila para contemplar el conjunto desde las alturas. Y estas águilas no se prodigan; nace una cada siglo. […]
He sido y continúo siendo idólatra irreductible del regionalismo literario de mi tierra. Nuestras letras son flores de sol, encajes de espumas, ramas de palmeras, canturias de ondas, batir de alas de gaviotas marinas, lo que en nuestro país vemos de continuo y eternamente amamos. El arte no es más que amor. Y, entonces, ¡qué grande debe ser el nuestro! […]
¿Qué falta para hacer arte nuestro? ¿Un ideal? ¿Amor de espíritu? ¿Sensaciones de la vida?
Todo lo tenemos, todo lo sentimos. La naturaleza, el terruño, son pródigos ahí, reunidos; cuajan los árboles en frutas y las plantas en flores, y no creo que el alma regional sea tan estéril que no germine con ideas, con visiones, con sueños de arte. No, no lo creo. No hay más que mirar al cielo para creer y soñar.
Mientras más solitario se encuentra, más reconcentra su espíritu, más ahonda con su conciencia el hombre y conoce todo lo inexplorado de su interior, y se entregan entusiastas a las fugas hacia el ideal, al pietismo religioso, al subjetivismo artístico. ¿Qué han sido los místicos más que grandes solitarios? Los filósofos y los poetas se han sentido tales cuando han mirado adentro. Nuestra región, también aislada y solitaria, barca anclada, gaviota bañándose en el mar, tiene necesariamente que explorarse a sí misma, que descubrir sus propias bellezas, que conocerse, en fin.
Y ¡vaya si llegaremos, con el tiempo, a escudriñar todo lo hasta hoy inexplorado!