Arturo Maccanti

Textos escogidos

Temblando entre mi sangre

Todo fue necesario. Estoy de acuerdo
en vivir y morir. Nada se vuelve
atrás, nada se vuelve, ni nosotros;
y me queda tan poco de aquel tiempo,
cavó tanto el olvido en la memoria,
que apenas unas tardes amarillas,
ciertas piedras oscuras, mi tristeza,
el desvaído azul de un sueño niño,
he podido salvar de mi pasado.
Rostros que me borraron de los ojos
los lentos y sombríos pleamares,
y algunos pormenores de septiembre
junto con otras nubes que no digo,
por no tocar la herida todavía
viva de aquella edad maravillosa.
Edad en que lo mismo fue nacer
y ver el mar allí como esperando
el borbotón de vida que era uno
sobre la arena intacta de la orilla.
Por eso, si me pongo a recordarme,
oigo llorar a un niño silencioso
y un vuelo de gaviotas mañaneras,
cuando niño y gaviotas asistieron
al milagro inefable de la luz.
Y comprendo que nada ocurrió en vano
si un ala del recuerdo se me entra
de rondón en la vida alguna vez
por los callados túneles del alma
levantando un rumor de soledad,
hojas caídas, penas, días felices,
para marcharse luego como vino…
Por eso, si me pongo a recordarme,
oigo un lejano temporal de rosas
asolando los huertos de mi infancia.
Y aunque llore por todo lo que ha muerto,
comprendo que también fue necesario
que todo se perdiese, para un día
—distante de aquel tiempo irrepetible—
recogerlo temblando entre mi sangre.

[El corazón en el tiempo (1963)]

[Póvero Gino, al fin]

[BjëloPölje, Montenegro, 1941-Marti, Italia, 1964]

Póvero Gino, al fin,
has cruzado el Adriático y has vuelto
a nuestra pobre tierra…

Muchos años se fueron,
muchos años se han ido
en súplicas y lágrimas,
pero ni el desaliento
ni el olvido pudieron
acallar el inmenso deseo de traerte
junto a tantas reliquias veneradas,
cenizas de mi raza bajo la paz del viento.

Ahora duerme tu sueño
largamente, hasta el fondo
de la muerte infinita.

 

Estampa antigua

Bellas son las palabras
y la música es triste.

Brahms tiene el alma pura
de los niños.

Antonio
Machado es un ciprés.

Y por la calle
desierta donde quemo
mis sueños,
pasa a caballo Otoño,
limosnero de brumas,
gran señor de las hojas…

[En el tiempo que falta de aquí al día (1967)]

 

A mí mismo

Muerto el ayer, mas vivo para siempre
en la memoria, ya en el fiel
de la balanza,
te acercas al espejo, acicalado,
para enfrentarte con el resto del tiempo,
pobre actor secundario
de un drama incomprensible.

Ves los surcos
sobre la frente lívida y te dices
palabras de piedad, bellas frases de lástima,
por las pocas virtudes
y los muchos defectos que te dieron adorno.

Pese a toda
la cólera del mundo,
los años negros, los instantes claros,
el amor y otras sombras,
con ingenuo ardimiento
vas a buscar sobre el cristal ambiguo
la lúcida señal que haga posible
desvelar el misterio de cuanto te ocurrió.

Mas, detrás del azogue,
se desvanece el rostro juvenil
mar adentro en la tarde,
trayéndote ese rostro que hoy te asusta
en la quieta penumbra,
sentado y solo al borde de la cama,
con un sordo rencor hacia la vida…

 

Ahora mismo

Más allá del cristal
el paisaje es un óleo:

Densos azules de Van Gogh,
celestes de Fra Angélico,
verdes quietos, palomas, humaredas,
hondo el barranco con lagartos…

(Canta Ray Charles
«Yesterday», «Ol’manriver», «Georgia
onmymind».)

Y yo podría morir mañana,
ahora mismo tal vez…

[Ayer mismo las rosas de Ronsard]

Ayer mismo las rosas de Ronsard temblaban en la mejilla amada y Beatriz de Portinari, cruzando los puentes de Florencia, recogía en su falda «toda la timidez de su mirada» cuando Alighieri, de mano de Virgilio, la contemplaba en éxtasis desde la orilla del Arno. Ayer mismo el ceremonioso castaño de los huertos vecinos balanceaba sus estrellados frutos espinosos en el aire calmo de la tarde de otoño. En su tronco, pequeñas plantas parásitas sobrevivían por su savia, tabla ideal para el naufragio. Ahora Ronsard es un puñado de ceniza, no más que las mejillas que amó en el dorado aire de su siglo, y la impasible/imposible Beatriz y el doliente y apátrida Alighiero no colman con sus ruinas el volumen de una cereza o el exiguo recinto de un relicario. El verde castaño, pasan los días, se ha desnudado de improviso.

[De una fiesta oscura (1977)]

 

Otra tarde

Otra tarde diluida
en mil nostalgias pequeñas.

Invierno fuera.
¿Qué sueñas
entre la muerte y la vida?

Mi imagen estremecida
contra la luz del poniente.

Tallo, raíz y simiente
donde vuelco mis aromas.

(La tarde llora palomas
en la tierra de mi frente…)

[Cantar en el ansia (1982)]

 

Para música

Si tuvieras un rostro
como el agua,
cuerpo como la tierra,
raíces como el árbol.

Si tuvieras
sangre como la vida,
alas como los pájaros,
o un corazón que fuese
compasivo.

Si tuvieras el peso
de la nube,
o pudiera apresarte
entre las manos
y ponerle fronteras
a tu reino,
vasta muerte sin forma.

 

Playa del sur con niño

¡Velero en el mar!
Estelas
por los azules sin olas.

Gaviotas lentas y solas
del cielo.
En el mar, las velas.

En mi sueño, tú —que vuelas,
herido, mi firmamento.

Se abarloa el pensamiento,
como una nave, a la pena.

Y, amedanando la arena,
gira en soledad el viento…

 

Me miras

Ceniza de mi sangre,
padre de ayer, quién sabe
si, entre las nuevas sombras
de la flor hecha piedra
de tus ojos cerrados
y la piedra hecha flor
de tus ojos abiertos,
en el tiempo me miras.

[No es más que sombra (1995)]

 

El poema sobre la mesa

Con las primeras luces
del alba de mi insomnio,
te acercas y me pones
una mano en el hombro.

Entonces yo levanto
a tus ojos mis ojos
desde la blanca página
del poema.

Qué hondo
el instante.

Quisiera
asirlo, dejarlo todo
como está, para siempre,
y, libre del acoso
de mi cuerpo y del mundo
desvanecerme al fondo
del pasillo, saliendo
por el balcón al gozo
de ese momento eterno.

Como una luminaria,
se quedaría solo
el poema en la mesa,
para que lo leyesen,
algún día radioso,
nuestra hija y sus hijos
ramajes de nosotros,
los hijos de los hijos
del futuro remoto,
pobladores del mundo
los hijos de los otros,
nuestra familia humana,
que no sabrán el rostro
de la clara ceniza
que seremos nosotros,
ni la fuerza del sueño
que bullía, recóndito,
en los dos.

Ni el amor
que lo impulsaba todo,
desde el sueño a la luz
de este poema solo
sobre la mesa.

Mientras,
viajeros del anónimo
navío de la muerte,
tú y yo nos alejamos
por el silencio cósmico.

[Cuadernos del Ateneo de La Laguna, nº 1 (1996), p. 49.]

 

De la sed

Montes más altos que el deseo
no hallaré, ni frutos
que me sacien.

Dónde el agua,
dónde su manantial para la sed
de lo otro sin nombre.

 

Aulagas

Cierta brisa de mar, fresca, de acantilados,
sopla contra la roca, esparce por la arena,
ardida de espejismos y sirocos,
las hojas manuscritas.

Se van lejos,
vívidas ramas de mi árbol insomne,
a teñir las aulagas con mi sangre
antes de enmudecerse en la ceniza.

 

Octubre

¡En esta
luz de octubre,
ya girando
en la danza en que oírse podría
apenas el impacto
de la hojarasca
contra la tierra,
en esta luz en la que nos desvanecemos,
padre,
supieras mi deseo
de compartir contigo
los azares del tiempo
que te he sobrevivido,
esta ebriedad de ave
que aún hiende,
empecinada,
la vacuidad del cielo!

[Viajero insomne (2000)]

 

Aire

La celda que me cierra es invisible.

Dependiente del tiempo,
porque es de aire móvil y huidizo,
de helada urdimbre y de luz repentina,
y al extender la mano nada toco.

No se me concedió romper el aire.

 

Paseo por la tarde de invierno

Nubes ya no se ven, al menos hasta donde
su discreto poder ejercitan los ojos;
se podría decir que la tarde está quieta,
que el perfil de los montes —San Roque, Mesa Mota —
es más preciso ahora con el sol morituro;
que brillan los tejados bajo el aire ya frío
y que sueña Guerea, donde el tiempo me vive.

 

Raíces

De las raíces de mi ser secreto,
en el lugar del tiempo,
vida vivaz florece y yo la siento
libando sangre y linfa
como el obsequio de una primavera.

Y más se aja mi rostro y más mis miembros
se cansan, más me veo igual
a flor y a fronda de una vida nueva.

[Óxidos (2003)]

El mar

I

Como náufrago, le tengo miedo a todo mar.
OVIDIO, Pónticas, II

un hombre pasa por el mar se aleja
roe la sal su piel contempla atónito
la raya que no acaba ni la orilla
que acaba en horizonte y sí la vida
que se le acaba caminando el mar
y siempre el mar y siempre el mar el mar
sorda prisión de espumas áspid
que al cuello se le enrosca al hombre
que pasa por el mar y allí se queda
mientras se hunde lejos de la tierra
natal de la Fortuna cordilleras
de candente grosor y acantilados
y es una larga caminata que hace
nadador solitario por el mar
sin hallar el azul ni su milagro
ni al menos la mentira que ya ve
dormida en la ribera de las algas
entre erizos y anémonas y olor
acre de bajamares y crepúsculos
y sólo el mar es todo su camino
para ahondarse en la áspera morada
de la muerte que canta en cada ola
que en cada ola espera en cada estrella
vacía como un cielo de tormenta
y el hombre que camina por el mar
sabe de qué cavernas abisales
sopla la nada hacia la luz, y quema
su propia luz su escasa claridad
humana, como un sol que no naciera
de la vida su breve duración
sobre la sal del mar y así camina
sin saberlo muy bien hacia qué Circe
de arenas infinitas van sus pasos
y mientras más se aleja por el mar
y mientras más se acerca al horizonte
más se le desvanecen las orillas
al hombre solo su carnal volumen
su rojo corazón su pobre sueño
su eternidad efímera las nubes
los soles cegadores a lo lejos
y la naturaleza de la tierra
su diminuto amado continente
todo lo engulle el mar todo se traga
el mar si pasa el hombre el mar
que se alimenta siempre de los hombres
como el que pasa ahora y ya se aleja
y soy yo y eres tú todos nosotros
pasando por el mar hacia qué isla
nadando hacia qué nada por el mar
hacia qué inexistente nuevo mundo

[El mar (Una elegía) (2003)]

Riada de los días

(En las afueras)

Todo me sobrevive.
La luz
del campo solo,
el oro de las tapias de la tarde;
para otro tiempo vuelven
verano en flor y mares relucientes,
la solidez del mundo, el oleaje
continuo en las arenas,
el momento en que canto
sobre la tierra
donde me apago en la riada
de los días.

Sólo yo no perduro.

 

Tentativa

¿No habéis visto en la noche
una estrella fugaz?
JUAN PÉREZ DELGADO (1898-1973)

Se duerme la alta noche de la isla
en el silencio de los arenales.

Entre tantas estrellas, solo hay una
que parece tocar el horizonte.

Y extendemos los brazos exhaustos hacia ella
—despojados de todo y colmados de todo
lo que ya hemos vivido —
con hambre de su luz que no se alcanza.

 

El loco

En la orilla del mar,
del mar que ciñe…
IGNACIO DE NEGRÍNÑÚÑEZ (1830-1885)

En este rincón de una costa lejana
de una isla lejana,
nada pienso ni espero.

Sólo recojo a puñados la arena
para arrojarla contra el mar.

 

Plena de gracia

Me dejará la luz
—del día, no del alba—
con pájaros de hondo,
definitivo canto.

Se cerrará el balcón
alto sobre la acacia,
la hierba y el geranio,
la ruidosa campana
vasta sobre la noche.

Te dejaré, Guerea,
ciudad del alma, un día.

[Helor (2005)

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