De padres a hijos
(Fragmento)
III
Después de que el Patrón Ruiz hubo pasado lista a todos los luchadores de alguna nombradía, se puso en marcha, á eso de las ocho de la mañana, la gente alegre de la Punta del Hidalgo. Eran más de cuarenta personas, entre ambos sexos y formaban un conjunto animado. El grito salvaje, mezcla de relincho y de carcajada, con que los guanches, los bravos y primitivos pobladores de canarias, exteriorizaban sus grandes alegrías, resonó en los aires como la voz de un clarín formidable.
–¡Ajijiiii! ¡Ajijiiii!
Al frente del rancho iba, naturalmente, el Patrón Ruiz, empavesado como un navío de tres palos, los días que repican gordo. ¡Para algo se tienen posibles, puñales! –como él decía– Y sin más, que el Cristo de la Laguna no es un firringallo en la Corte celestial. Mucho mundo tenía él recorrido y mucha fiesta gozada, pero como la del Cristo de la Laguna, no había visto otra tan sola. Y luego –añadía carraspeando–<<que cuando se le desina á uno pa juez de unas luchas, es menester izar la mayor>>.
Por lo dicho se comprenderá que el Patrón Ruiz y su mesnada iban de fiesta. De fiesta, y de algo más, que lo de tener el honor comprometido en unas luchas de las que pueden resultar mal parado el nombre del pueblo y la fama del partido, no es cosa tan baladí, ni tan de risa. Necesario se hace aquí explicar, para lo lectores que no sean hijos de Canarias, hasta donde han podido y pueden aún, en los pueblos y hasta en les ciudades, los puntillos de amor propio en achaques de luchas y luchadores. Reuniendo todos los motivos que siempre han sido pábulo de discordias y rivalidades entre pueblos, cuales son, belleza del paisaje, bondad del clima, abundancia de mujeres hermosas, altura de torres, etc., etc., podrá llegarse á constituir una fuerza semejante á la que divide ó junta las, poblaciones canarias.
¡Tener los mejores luchadores, vencer o ser vencidos en los terreros, he ahí los mayores y más poderosos motivos de orgullo ó de vergüenza! Por eso las luchas terminan muchas veces en cosecha de palos y turbión de bofetadas. No se pasan los unos á los otros por movimientos mal hecho; se vigilan incesantemente, y guardan las reglas y cánones á que debe ajustarse el combate, con estricta fidelidad.
Cuando algún tramposo ó marrullero se sale de las lindes de lo legislado, la protesta es inmediata y la indignación calienta la sangre, hasta poner en movimiento los garrotes.
La lucha, como se practica en Canarias, es un ejercicio sano, viril, conveniente á los pueblos que no quieren perecer de afeminamiento, á manos de los vicios. Algunos espíritus poco observadores, rindiendo culto, como en jerga usual suele decirse, al progreso, han protestado de <<ese espectáculo bárbaro, salvaje, que rebaja los hombres á la categoría de brutos>>…Son los eternos cacareadores, los fosforitos, según gráficamente se les designa, que no han podido digerir la palabra progreso y hablan como loros sin profundizar un poquito. En todas las razas vigorosas se encuentran siempre ejercicios de fuerza y de agilidad. Los gobiernos, cuando merecen este nombre, aplicando principios de higiene social, protegen esas manifestaciones sanas que roban hombres á las tabernas y tienen cierta misión educadora. Los luchadores en Canarias comienzan dándose las manos, como amigos leales, antes del combate, y al concluir, el vencedor levanta al vencido. ¿No es éste un espectáculo noble y útil.
De La vida, juego de naipes
II
Mi costumbre de dormir en alcoba privada de toda luz fue causa de que me despertase muy temprano. En el 76 amanecía a la misma hora que en todo el Valle, porque sus vidrieras sólo tenían persianas para mitigar los rigores del sol. Me levanté, pedí el baño, y hecha la toilette, puse unos renglones a mi madre mientras me servían el desayuno.
A las ocho de la mañana ya iba yo en los jardines de un sitio para otro, complacido de la placidez del ambiente, con los nervios aquietados después del reposo de la noche. Vi por allí al naturalista, y me puse a reflexionar en los agentes físicos, en todo aquel conjunto de influencias a que aludiera don Juan Bethencourt. Me sentía vitalizado, alegre, en el seno de la Naturaleza, con la libertad y singularidad de las plantas, de las flores y de cuanto me rodeaba. «Estos seres —me decía admirando la tranquilidad del naturalista— deben disfrutar de goces infinitos y compadecer a los que vamos por el mundo tras quiméricos ideales». Divagué un buen rato acerca de la Vida, la Felicidad, el Amor, y otras abstrusas cuestiones, pero afortunadamente me cortó el chorro ideológico la presencia de una planchadora, antigua sirvienta de mi madre, que venía con una gran cesta de ropa femenina, alba y reluciente, para entregar en el Taoro.
Hablamos un momento de cosas pasadas, y reviví aquellos años en que mi corazón de enamorado no había caído aún en el sueño de las especializaciones.
La acompañé hasta la puerta, hablándola de cosas que ella llamó «machangadas del señorito». Eran las nueve, y me fui a una de las terrazas, para contemplar desde allí los huéspedes que había en el comedor. Divisé a miss Maison y me sonrió. ¡Vaya si correspondía!
Se presentó don Alonso diciendo:
—Veo que usted tampoco almuerza. No me explico cómo esta gente hace ahora una comida en toda regla para después tomar el lunch a la una. ¡Viven para engullir!
Le pregunté por la hija, y me manifestó que como era domingo había ido al Puerto de la Cruz a oír misa, acompañada de otras jóvenes católicas.
Me invitó a que pasáramos al jardín para presenciar la llegada de la colonia extranjera a la capilla protestante que se encuentra a pocos pasos del hotel. Dije a un mo zo que si venía Jorge le avisaran dónde íbamos.
Desde el primer momento comprendí que don Alonso estaba más alegre y comunicativo que el día anterior. Comenzó por justificar su réplica demasiado viva al redactor del New York Herald. Le sacaban de quicio los embustes y arrogancias de los norteamericanos, especialmente las últimas, porque entendía que ni las naciones, ni los hombres, por grandes y eminentes que sean, tienen derecho a declararse superiores a los demás, a humillar y escarnecer a los débiles, a título de su pretendida superioridad.
«¡No es de presa», pensé un poco desconcertado, porque hasta entonces yo consideraba que un indiano rico tenía necesariamente que ser de aquella catadura. Siguió hablando, y como lo hiciera con alguna vaguedad —al menos así me lo pareció— pensé si sería uno de los tantos que dicen una cosa y hacen otra. Me previne y puse en funciones todos mis medios analíticos.
—Porque a mí —dijo— no me dé usted hombres o colectividades que enuncian una serie de principios y después no los practican. ¡Yo avaloro por los hechos, exclusivamente por los hechos!… ¡De romances, de bellos romances está el mundo cansado, y de histriones que no ajustan sus vidas a las enseñanzas que proclaman!… Quien crea que una doctrina es verdadera y justa, por ella debe gobernarse: ¿no es así, amigo Brito?
—Indudable.
—¡Predicar, predicar!… ¿Y el trigo?; ¿dónde está el trigo?… ¡Al cabo de centurias y centurias están las trojes tan exhaustas como antes!…
Comenzaban a llegar ingleses e inglesas a la capilla protestante y los que habitaban en sitios lejanos venían en carricoches, burros o caballos, provistos de la Biblia. Ocurrió que al bajarse de su asno una opulenta hija de Albión, ya jamona, perdió el equilibrio y puso de manifiesto buena parte de sus redondas plenitudes, con gran júbilo de la chusma de espoliques que andaba por allí. Don Alonso corrió veloz a prestarla auxilio, preguntándole en inglés si se había hecho daño. Por fortuna no hubo nada que lamentar, y así que terminó el incidente volvió al sitio en que estábamos, y dijo:
—La mayoría de los actos humanos no depende de la voluntad. El hombre, con su decantado libre albedrío, apenas tiene una limitada esfera de acción… ¿Querría caerse esa señora?… Pues lo que ocurre en el mundo físico pasa en el moral.
—¿Es usted fatalista?
—Tengo un concepto al que he ajustado siempre mi conducta. Voy a explicárselo gráficamente.
Para mí la Vida es juego de naipes, sencillamente juego de naipes… Baraja la mano oculta (yo creo que la de Dios), le da a usted los naipes (hasta ese momento soy fatalista), para que los combine libremente, según su criterio…, para que haga la jugada… ¡Ésa es toda la libertad del hombre!
Debí mirarle con extrañeza.
— ¿Le sorprende?… Pues cuando conozca usted mi vida, toda mi vida, verá que esa convicción ha sido la clave de mis éxitos… ¡Ajusté a ella mi conducta desde que recibí el primer golpe de la Adversidad, que fue espantoso!…
—Poco deja usted para el libre albedrío.
—¿Poco?… ¿Entiende usted que es poca cosa hacer bien. la jugada?…
—El símil no me parece del todo adecuado…
— Lo primero que es necesario adquirir es la convicción de que existe para el hombre, para su libertad, una parte vedada, absolutamente vedada… ¡Ni perder tiempo en lamentaciones estériles, ni desesperarse!… Aceptar lo inevitable como tal, y poner los siete sentidos en deducir las mayores ventajas posibles de la situación en que se encuentre colocado… Si no nos dejan elegir los naipesd ni cambiarlos, ¿a qué forcejeos ni lamentaciones?…¡Es ridículo!…
La declaración de que el primer golpe que le asestara la Adversidad era el origen de aquellas convicciones, excitó profundamente mi deseo-de conocerlo.
—¿De modo que un golpe rudo —le dije— despertó su conciencia?
—¡Rudísimo! Para salvar mi vida tuve que concluir la de otro, y me expatrié, hice la única jugada posible…
De sencillo labrador, medianamente acomodado, que hubiera sido, me transformé en aventurero errante, disperso por el mundo, a la voluntad de la mano que baraja los naipes, decidido siempre a sacar el mayor rendimiento posible… ¡Ah, mis reflexiones, mis soliloquios mojados en lágrimas a bordo del bergantín que me condujo a Cuba!… Fue a así como un curso abreviado aquel mes de dolores, de desesperación, en que la intensidad suplió la extensión…
¡Créame usted, amigo Brito: toda una biblioteca de filosofía no hubiera hecho tanta luz, tanta claridad en mi alma!…
Hubo un breve silencio y acordándome de las indicaciones de Bethencourt, manifesté:
—Me interesa mucho conocer su historia…Debe ser usted un hombre extraordinario…
Pareció serenarse rápidamente, y dijo:
—Los seres extraordinarios, los grandes caracteres, son muy pocos. A mí me ha bastado con ser un hombre entre hombres… ¡Mi historia, mi historial… ¿Y para qué?
—Para deducir sus enseñanzas.
—Ya creo haberle dicho que no se aprende sino en cabeza propia. Es escaso, muy escaso, el poder educador de las experiencias de otro… Pero si usted lo quiere vamos allá, satisfaré sus deseos. Después de todo, si usted recibe algunas emociones, será porque yo las reviva, y para los que ya nos vamos del mundo éste es uno de los pocos placeres que nos quedan…
Se me ocurrió esta tontería:
—Un hombre sin historia es como un árbol sin hojas… Debe ser muy agradable recordar, sentirse satisfecho, bajo las ramas frondosas de una vida llena de triunfos, fecunda y dilatada.
Nuevamente permaneció silencioso, y como yo siempre me dejo arrastrar de los excesos imaginativos, me lo representé como un viejo león, solemne y grave, que con-templara sus músculos pesaroso de verlos sin vigor.
Iba a darle otro tirón de la lengua, cuando apareció el coche de Jorge, arrastrado por sus dos briosos alazanes. Venía con la hija de don Alonso y una de las zancudas más espeluznantes que habíamos visto en el comedor del hotel. «¡No pierde ocasión! Supo que estaba en el Puerto y fue a traerla», me decía.
De Rosalba
XII
La formidable campanada de Fernando resonó en toda la isla, y ni que decir tiene que los comentarios fueron variadísimos, coincidiendo, a pesar de las divergencias, en el tono zumbón, humorístico, con que se les aderezaba. ¡Pobre Fernando, cómo le pusieron!
La familia, especialmente, se quedó consternada. Al frente de los más exaltados figuraban doña Leonor, su hija, mariquita Grondona, y las que como éstas tuvieron esperanzas de ser elegidas por el protervo vástago. ¡Qué enormidad! El futuro marqués de Mira-Costa, dueño de cuantiosa fortuna, en quien doña Laura depositara todos sus afectos y esperanzas, desposado con una sirvienta! ¡El representante más esclarecido de la vieja estirpe, el que más sobresalía por sus estudios, sus viajes, su refinamiento en el gran mundo, camino del Altar con una cualquiera recogida por la magnanimidad de la marquesa! ¡Para más escarnio todavía, ella vivía, agonizante, en su lecho de dolor! ¡Ni esa consideración —la de esperar su muerte– quiso guardarle el ingrato, el descastado, el perjuro de todas las tradiciones familiares!… ¡Tantos libros, tantos viajes, tantos pulimentos, para terminar así!…
Hubo varios concilios convocados por doña. Leonor, con asistencia de lo más granado de las dos estirpes de que descendía Fernando, para trazar un plan común, inflexible, con el propósito de reducirle a los dogmas sociales en que había nacido, y si esto no se lograba, adoptar la línea de conducta a seguir con el rebelde, que, al entender de doña Leonor, debía ser proscripto del trato de todos sus familiares. Después de acaloradas discusiones, conducidas casi siempre por las mujeres, se acordó que don Gonzalo—único sacerdote que habla en la familia—cumplido caballero de vida ejemplarísima, a quien Fernando tenía en gran estimación, le enviase una carta expresándole el requerimiento, en tonos elevadas, persuasivos, y si se resistía, si no se daba a partido, una segunda con el ultimatum. Don Gonzalo se resistió cuanto pudo, no queriendo para sí la responsabilidad de interpretar el sentir unánime de la asamblea, pero al fin se rindió, determinándose que en vez de carta fuera una entrevista, en la que, merced a la controversia, al mayor poder de la palabra hablada, existían más probabilidades de éxito.
D. Gonzalo, espíritu nobilísimo y prudente, puso entonces al correo un previo aviso, una breve carta, en la que decía a su sobrino que el jueves próximo lo pensaba pasar en la “Quinta de la Asomada”, para ver a la marquesa y saludarle y confortarle a él, en las amargas horas porque estaba cruzando. Iría temprano, y si sus obligaciones se lo consentían, acaso pasara allí la noche, para dilatar la satisfacción de hallarse en tan amable compañía.
Al leer Fernando la misiva tuvo un verdadero alborozo, porque aquel pariente—tío segundo—, era el que, después de doña Laura, le inspiraba más afecto y consideración, no sólo porque había sido su
profesor de latín y otras disciplinas, sino parque admiraba la sinceridad de sus profundas convicciones, la severidad de su conducta, en todo acorde con las obligaciones sacerdotales, y si bien no lo consideraba dotado de extraordinarias luces, era leído, culto, en relación al resto de los suyos.
Después de leer la carta se le vino al pensamiento la idea de si don Gonzalo aprovecharía aquella visita para hacerle alguna observación, darte algún consejo, acaso formular un reproche, por su propósito de casarse con Rosalba, y entonces se dijo:
—Lo celebraría. Es de todos los míos el espíritu más .comprensivo, el único capaz de desembarazarse de prejuicios, de obedecer a la santa voz de la Verdad.