José Antonio Rial

De Venezuela imán [extracto]

EL VALLE DE JOSAFAT

«Esta ciudad no es ahora de nadie. Estamos edificándola, como a Babel, hombres confundidos, de distintas lenguas. Hemos elegido para esta reunión de los pueblos y construcción de una metrópoli un hondo valle entre abruptos y verdes cerros del trópico».

El “poema” comenzaba de este modo: estaba escrito a mano y era largo.

Pensé en el autor: algún inmigrante insomne, en noches de angustias molestando a los compañeros del cuarto y excitadísimo, habría concebido esta nueva “Araucana”. O quizás “el poema” era obra de un sin trabajo que aspiraba a un puesto de reportero y nos enviaba aquella primicia.

¿Qué esperaría el ignorado autor? Cierta gente trata de mover el mundo con un mensaje. Y este sujeto que escribía a mano y en papel rayado su “poema” sobre la ciudad en construcción, ¿qué pretendería?

Por lo pronto, había tenido suerte. El jefe de redacción me entregó “aquello” para que lo leyera o lo echara al cesto, y mi estado de ánimo era tan sombrío como para hacerme pensar en la pobre gente que escribía “poemas” sobre Caracas y quería hacerlos publicar en un diario repleto de anuncios.

¡Quién podía saber lo que ocultaba detrás de aquel “poema”; acaso era la última esperanza de alguien, de un ingenuo pues que a Caracas no se venía a escribir versos sino a ganar bolívares! ¿Se suicidaría el hombre, sería un inmigrante más de los que se colgaba de un mecate, en el retrete de un fonducho portugués?.

De verdad, me sentía responsable. Pensaba, incluso, que era una buena idea la de escribir el poema de la ciudad en construcción…

Pero yo había bebido demasiado whisky después de la escena con Silveria y el “poema” que empezaba a imaginar era como una fantasía ebria donde la ciudad, los criollos, los inmigrantes, mis amigos, los edificios de la avenida Bolívar y hasta las torres petroleras de Zulia bailaban confundidos.

Por los balcones abiertos entraban los destellos rojos, verdes, azules, ámbar o violeta de los anuncios luminosos de enfrente. Unos senos desnudos, dibujados de golpe por un relámpago, quedaban, un segundo después, cubiertos por un sostén marca “Perfection”, y así mismo lucía, sobre una pierna esplendorosa una media “sex”.

Dentro de mí, el “poema” de Caracas también iba y venía en destellos inesperados, que se apagaban de golpe. Esto era, más que locura tropical, agotamiento nervioso, noches en vela, aguardiante, como llaman los criollos a toda clase de bebidas alcohólicas, y por último, hoy mismo, Silveria.

Echado sobre la mesa, con el fulgor de los tubos neón pesándome sobre la nuca, el olor a orines de todas las redacciones de periódicos irritándome las vías respiratorias y el whisky confundiendo mi mente, comenzó la zarabanda.

El “poema” del inmigrante reposaba, desplegado, junto a mi cabeza.

Las tres cuartas partes de mi oscuridad interior eran un peso como el que esconde bajo las aguas el iceberg: lastre que el sueño mismo mantenía oculto, pero que tendía a hundirme.

Por el momento no quería pensar en Silveria: allá se las arreglase con su eunuco y para siempre. Caracas, o mejor, Venezuela, me salvarán a mí. Tierra ancha y estrellas, eso se precisaba como bálsamo para las enconadas heridas del campo de concentración, no mujeres.

Si la mujer, si Silveria no era el remedio, mejor no pensar ni en ella, ni en su niño, ni en el velero “Alegranza” que le había traído a La Guaira. Mejor imaginar un poema inmenso de tierras y ríos: el Orinoco, el Apure, el Caroní, el Catatumbo y su relámpago, las selvas de tres pisos, árboles sobre árboles, el oro, los diamantes, el petróleo, los tigres, las boas tragavenados, el ganado cimarrón y el llano…Mejor pensar en Venezuela, en su ancho cielo y en su suelo inmenso y libre.

Sin embargo, en la mente cansada no se manda, sobre todo cuando uno se siente deslizar sueño adentro, como si cayera a su propio subsuelo.

La habitación de mi amigo el filósofo con sus siembras hidropónicas, en cajitas de cartón, puestas sobre la nevera, la veo ahora dentro de mis ojos cerrados, con absoluta nitidez. Quizá sea Vallejo, el filósofo, el único hombre que pueda comprender la Caracas de hoy.

«Caracas crece y bulle con dolor de los más, con sufrimiento de los elegantes de ayer-orgullosos provincianos a los que la riada inmigrante ni respeta ni comprende-, que siguen manteniendo sus modales y sus prejuicios, en una urbe de gigantescos andamios, que no es el pequeño teatro de 18…, con sus generales, sus cortesanos y su élite social».

¿Cómo, es esto el “poema” del inmigrante-me pregunto- o es que dormito y me extravío! ¿Qué sabe el inmigrante de hoy del criollo de 18…?

Quizás el único hombre que pueda explicarse las Caracas de hoy con sus miles de extranjeros de todos los países del mundo, y su tendencia a agigantarse, a crecer por crecer, como si fuese una ciudad iguanodonte, a la que el sutil espíritu de su pequeña y provincia madre le queda corto, sea Vallejo, el filósofo que ha venido de Europa, no a hacerse rico, sino a comprender como un país se transforma en pocos años, sin que los hombres no se den cuenta de lo que crean ni de lo que destruyen.

El filósofo está estructurando un sistema de ideas en el que se ajustan y acoplan todas las concepciones humanas.

Quizás él pueda explicarnos la metrópoli que saldrá de entre tantas manos blancas, negras y pardas.

«Caracas tiene sus criollos, sus mestizos, sus zambos, sus negros y sus indios, y ahora tiene inmigrantes de todas las latitudes, ávidos de faena, capaces de levantar un rascacielo en una noche, como los pólipos edifican una isla en los mares cálidos».

«Los criollos hicieron su revolución y se quedaron solos, con haciendas ilimitadas, la flor del ganado de América y peones para la paz y la guerra, que llegaron a generales, en muchos casos, sin apearse nunca del caballo. Llegó Castro, de los Andes; luego Gómez, y después, el Petróleo…Ahora la novedad es el emigrante, el italiano, el portugués, nosotros los inmigrantes».

«Tras la ciudad, comenzando en los altos arrabales que la rodean de escoria viva, como a cráter de volcán, empieza la geografía prodigiosa, que culmina en terrores y maravillas: el Salto Ángel; el Roraima; Delta Amacuro, tierra anfibia de los manglares y caños, donde el Orinoco no es un río sino un dios; el lago de Maracaibo, poblado de arboladuras de hierro y de llamas: petróleo; los Andes, altas cumbres, y nieves perpetuas, páramos y frailejones; Margarita y otras luces, el Caribe, perlas; el Llano, y tras el llano sigue y sigue el llano, con sus tigres, sus garzas, manadas de venados y bongos; indios, un río negro de aguas puras, zarrapia, vainilla, caucho…y al este, ¡la Gran Sabana! paz, un mundo de paz, praderas inmensas, aguas cristalinas y soledad. ¡ Yo no quería venir a Caracas, a estar preso entre las calles y el cemento, yo busco el corazón de Guayaná! ».

A muchos de los extranjeros que llegan del Viejo Mundo o de la misma América, pero sobre todo de la asolada Europa de esta postguerra, les interesan la ciudad y el país semideshabitado que comienza aquí mismo, en los lindes de la urbe, solo porque produce ingentes cantidades de petróleo, porque hay minas de hierro en las montañas de Imataca, en cerro Bolívar, oro en el río Yuruary y diamantes en el Caroní.

Por las calles de las ciudades venezolanas se puede oír a cada instante, como leitmotiv de cualquier inteligible conversación en griego, en árabe, en italiano, en húngaro o en polaco: “bolívar, bolívar” y diez y cien veces “bolívar”, pero los que hablan no se refieren sino a la moneda de plata que vale más de cien francos y cerca de doscientos liras.

«Caracas, esta ciudad bruja de la que puede estarse hablando una vida, es un emporio. Aquí todo ha venido a mezclarse, como en un campamento babilónico. El valle donde acampó Diego de Losada, donde se arrodilló Humboldt mirando hacia la Silla del Ávila, es ahora tierra de aluvión del nuevo río de los siglos. Con las riquezas técnicas del mundo actual, con gigantescas palas mecánicas y arietes que hunden de un golpe casas donde se vivió en paz durante un siglo, se mezclan los escombros de la ciudad romántica y detritus de todo el planeta».

«Hombres y máquinas de la pasada guerra han venido aquí a construir. Éste es el valle de Josafat, el de la resurrección de la carne. Venezuela, Caracas, el sueño de los hombres que dormían en barracones tras las alambradas, y el de los desplazados de media Europa, señalaba hacia aquí, como la aguja magnética marca el Norte. Este valle es ahora en playa de náufragos, donde unos llegan con anhelos y los más con sus heridas y terrores».

«Desde hace años atraen el imán petróleo, el rumor de colmena de la Caracas en construcción y la anchura solitaria de los llanos venezolanos, a cuantos se cansaron del sangriento fuego Europeo o a los que, sin saber mucho de tal juego no caben en aquellas penínsulas abarrotadas de pobres. Los fugitivos que durante la última guerra se detuvieron tras las cordilleras o al borde del mar, con angustias, soñando con la América en paz, ahora realizan su contenido anhelo, aunque no siempre encuentran la Canaán entrevista en los días del éxodo».

«En los viejos barcos de banderas europeas llegan a Venezuela la collera de cascabeles de un caballo húngaro que murió en la huida, un violín que dicen Stradivarius, mesas desportilladas, sacadas de entre los escombros de los bombardeos, trajes típicos de campesinas ucranianas, tres cuadro de Degás, que acaso sean auténticos, un orinal que hace tres años rueda por los caminos sin hallar acomodo, joyas de una corona y hasta títulos nobiliarios de los que nadie quiere acordarse».

«Y aparte ese bagaje, y la tramoya del teatro hundido, vienen algunos actores y parte del monumental coro del último drama».

«También hay quienes traen herramientas, sus buriles, sus navajas de afeitar, grandes cuchillos de cocina, ganzúas, rifles para cazar tigres en las calles de Caracas y algo más peligroso, todos los credos del mundo, en ebullición, trastornados por los últimos choques, derrotas y triunfos; todas las concepciones políticas hechas carne y convicción o desengaño, y religiones diversas, lenguas y dialectos diferentes, costumbres, prejuicios, manías, odios, enfermedades, suciedad, locura y sífilis, pero, sobre todo ello, como bandera blanca de estas flotas del Diluvio, ansías de echar raíces en una tierra que no arrasen los Bárbaros del Norte ni los del Sur».

«Venezuela es aquella tierra de El Dorado, del imán maldito que perdiera a Jiménez de Quesada, que arrastrara hasta el infierno verde al capitán Antonio Berrío, a Walter Raleigh y al Tirano Aguirre. Allá en el fondo de Guayana, la mágica Manoa, de murallas de oro, sigue brillando para los ambiciosos. Y ahora las fuentes inagotables del petróleo son un motivo más de hechizo de este país sirena, del que los inmigrantes sólo saben leyendas».

Pero, ¿es éste el “poema” del inmigrante-me digo- o es que sueño despierto, arrullado por los rumores del taller de abajo, por la lluvia tintineante de las linotipias y el silbido de tren de la rotativa, que ahora comienza el primer tiro?

 

Otros textos disponibles

No data was found
Compartir