DE CUANDO PEPE MONAGAS LE HIZO LA CUENTA DE LA PATA A SOLEDAD, SU SEÑORA
(XXIV, Quinta Parte)
Cierta vez se le ofreció a don Manuel el Batata albear y pintar su casa. Don Manuel tenía fama de gorrón, hasta el punto que Monagas, que le conocía todos los trasteos, dijo de él en una ocasión que no dar, no daría ni las boqueadas en la hora de irse listo. Como Pepe no era fijo en el oficio, sino que según le daba agarraba escobas y brochas para un cáido, y cobraba menos por eso mismo, don Manuel, que perdía una perra chica y cogía un desvelo, lo aguaitaba hasta verlo muy atrabancado, y entonces le hablaba. Por la mitad del precio corriente le levantaba el blanqueo y la pintura de los huecos del frontis.
Resulta de ser que trataron el renuevo de la casa. Monagas cobraría por semana el ajuste. Este convenio era con don Manuel, que otro había con Soledad, la mujer de Pepe, que le tenía más miedo a los sábados que a unos fríos y calenturas, y había arreglado con él para que le entregara, limpito de polvo y paja, la mitad de lo cobrado, con lo que atendía los potajitos de enredaderas, pudiendo él darle libremente jilo a la otra mitad.
Pero el diablo la había de hacer. Un sábado, Monagas se encontró ahí por alrededores del Pabellón a Victorio el del Pinillo, que venía de una diligencia.
– ¿Los echamos un estampiíto, Pepe?
– Cabe.
Los dos entraron, se pegaron y dada la una larga el dueño del timbeque tuvo que echarlos.
– A mí lo que me jeringa son los abusos, ¿oyó?- rezongaba Pepito, por jeringar al dueño, trabada la lengua, pesado como una potala-. ¡No jase farta que arrempuje! ¿No es así, Victorio?
– Masiao que sí…
– Póngalos la arrancaílla, ¿oyó?
– No hay más. A la calle.
Y en la calle y sin llavín se vieron los dos compinches, allá pa las dos. No había nada que hacer con esto del cierre a rajatabla. El catre dio la única y definitiva solución.
Excusado es decir que mi comadre Soledad lo esperaba como un erizo, sentada en medio de la cama, con el rodete enterito todavía y el camisón, que como sábado, se había puesto limpio, sin una arruga pa una medicina. ¡Aquella entrada! Ella como un aguililla, él con la boca cambada en una mueca de sinvergüenza que hasta las perinolas del catre se enfriaron. Y callado como un tocino, con apenas tal cual rezongó:
– ¡Vaya un guineo, mano!
Hasta que ella alivió la cargazón del sentimiento, se viró con un remango y pegó a llamar el sueño. De pronto, al verlo acercar medio vestido con ánimo de compartir el lecho conyugal, saltó como un gatillo:
– ¡Asquí no te queas! ¡A la estera, perdulario, bandío!
– Ta bieeen… Pero túpase de una ves, señooora, que está poniendo en planta too el portón con esos esperríos…
La noche echó una tupida pañoleta sobre el escorroso.
Y a la mañana siguiente…
– ¿Onde está la mitán del josnáa?-preguntó como una escopeta Soledad.
– ¿Qué josnáa, ni josnáa, si no me han pagao?
– ¿Que no te han pagao?
– ¡No, señooora! Y no pegue otra ves con el griterío, ¿oyó? No me deje calentáa.
– ¿Pero y por qué no te pagaron?
– Porque don Manué tuvo que dir pa Teror, a la finca, y se alcontró con un señor que subía. Por no desperdisiar, se queó jasta sin almuerso.
– ¡Tú no me digas mentiras, Pepe!
– ¡Oh, padrito! ¿Por qué no va y pregunta?
– ¿Qué si pregunto? Como que voy jasta a cobrar.
– No arme líos, ¿oye? Déjese dir, déjese dir.
-¿Y con qué comemos hoy?
– Los remediamos.
– ¿Qué dises túuu?
Hecha una fiera y trancada, sin una palabra más, Soledad se echó la pañoleta y tiró pa ca doña Agustina, la mujer de don Manuel.
– Su marío se fue sin pagasle a Pepe. Y estamos sin poer comprar naa. A vee si usté quería darme la semana, asín Dios le salve el alma, usté, que Pepe arregla mañana con don Manué.
– ¡Esus, mujée!, ¿por qué no?
– Toma tu parte-dijo Soledad a su marido tirándole delante las pesetas, según entró de recalada. Monagas se quedó asmado:
– ¡Pero muchacha!, ¿cobraste?
– ¡Naturáa!
– Y van dos -rezongó Pepe.
Cuando bajó don Manuel, a su señora le faltó tiempo para pintarle, con voz sentimental y ojos de pájara echada, la “caridad” que había hecho, cubriendo su olvido.
-¿Cuálo? ¡Ya te engañaron como a una china! Pero si yo le pagué, muchacha. ¡Ya, santísima! ¡Vaya una cara de baqueta, caballeros! ¡Y tú tamién, bobática!
Naturalmente, mi compadre Pepito Monagas fue llamado a capítulo. Y explicó la cosa.
– Mire, don Manuel. Pasa que Soledá, mi mujee, lleva de tiempo la contabilidá de mi casa, ¿oyó? Y últimamente, sin haber visto la Escuela Comersio ni por el forro. Le ha dao por llevarla por “partía doble”. ¡Fíjese usté!