Juana Fernández Ferraz

DE El espíritu del río

Capítulo I

El incógnito (Fragmento)

La noche del 28 de Abril del año 18.. una inmensa y compacta multitud apiñábase en la alameda principal de la muy noble y leal ciudad de Santa Cruz de La Palma.

Por todas las calles que convergían a la referida alameda desembocaban a cada momento numerosos grupos que iban progresivamente aumentando el ya inmenso gentío reunido en aquel lugar.

Tratábase nada menos que de ver los magníficos fuegos artificiales que, en honor de la célebre bajada de Nuestra Señora de las Nieves, se quemarían aquella noche en el castillo denominado de la Virgen; el cual, situado en una elevada eminencia, como a unos 150 metros de la alameda, permitiría a los espectadores que se hallaban en ésta, gozar por completo del espectáculo a que habían concurrido.

Espléndidamente iluminada la alameda, con profusión de farolillos de mil colores, ostentaba en su centro un precioso obelisco resplandeciente de luz y flores, en medio del cual y bajo la imagen de una corona virginal formada por luminosos arabescos de pequeños puntos diamantinos, leíase, impresa en grandes y dorados caracteres, esta cuarteta:

 

Ya ha llegado el fausto día
 

 

En que esplendorosa y bella
 

 

Veamos brillar la estrella
 

 

De la imagen de María.
 

Aunque la numerosa concurrencia impedía la libre circulación de las gentes, no obstante, veíase de vez en cuando abrirse paso acá y allá algún elegante grupo al cual la claridad casi diurna del recinto, permitía examinar minuciosamente. Ya eran dos o tres jóvenes acompañadas de sus padres o hermanos, las cuales lucían ricos y airosos sombreritos y soberbios vestidos de larga cola donde campea algún rasgón debido a la descortesía de cualquier palurdo o la estrechez del sitio. Ya era un matrimonio joven que marchaba alegremente cogidos[sic] del brazo cambiando entre sí frases que revelan su dicha o sonriendo maliciosamente al contemplar alguna de esas caricaturas humanas que nunca faltan entre las multitudes. Más allá asoma una respetable matrona cubierta con la rica mantilla española, llevando de la mano uno o dos niños que lloran porque la muchedumbre los sofoca. Al otro extremo asoma un grupo de mozalbetes que va adelantando poco a poco para darse el gusto de ir pasando revista a todo ser viviente que encuentra al paso, el cual, si pertenece al sexo femenino, sufre escrupuloso examen resultando una andanada de piropos si pertenece a la edad florida o un grotesco mohín si ha sonado para ella la triste época del helado invierno. Otras veces es un respetable sacerdote el que surge de entre aquel oleaje humano, en cuyo caso, la multitud, esencialmente católica, abre calle espontáneamente, llevando la diestra al sombrero, gorra o cachucha y saludando respetuosamente.

Todos los paseantes convergían a un mismo sitio: éste era el ya indicado obelisco. Allí, el que conseguía llegar se detenía un momento: examinaba la simétrica belleza del monumento, leía la cuarteta tratando de fijarla en la memoria, y se alejaba para ceder el campo a los más inmediatos que a su vez, satisfecha su curiosidad, se apartaban también cediendo el puesto a otros; y así, sucesivamente, iban todos desfilando ante el bello improvisado monumento.

En la parte exterior de la alameda no era menos numerosa la concurrencia. De todos los pueblos distantes y cercanos de la capital, habían acudido la mayor parte de sus habitantes: unos, atraídos por la devoción, otros–y ésta era la mayoría– por la novedad de los regocijos públicos que, desde 8 días atrás, veníanse celebrando con motivo de la bajada de la Virgen de las Nieves; solemne festividad que los católicos hijos de Santa Cruz de La Palma celebran cada lustro con magnífica pompa, poniendo en prensa su ingenio para inventar las más difíciles y variadas danzas, cantos, carros alegóricos, y otros espectáculos de sorprendente originalidad, que sólo gentes tan devotamente entusiastas pueden concebir y realizar.

La gran novedad de esas fiestas había atraído a la ciudad, como hemos dicho, la mayoría de habitantes de todos los pueblos de la isla. Pero el día 28, que es del que nos ocupamos, se había despoblado materialmente la campiña afluyendo en masa–con excepción de algún enfermo–todos sus habitantes a ver los grandiosos fuegos artificiales que, según decires, serían los mejores que hubiesen visto jamás los nacidos, y nunca verían los por nacer; porque los grandes acontecimientos rara vez se repiten.

La alameda, muy capaz para contener los ciudadanos, era insuficiente para éstos y sus paisanos; así es que fuera del enverjado había mayor número de espectadores que dentro, reinando entre ellos la más bulliciosa animación. Algunos faroles colocados de trecho en trecho alumbraban débilmente el contorno quedando a intervalos envuelto en sombra uno que otro grupo; circunstancia favorable a la alegre juventud ciudadana que tenía ocasión de practicar ciertas inocentes travesuras. Había alguno que acercándose sigilosamente a un grupo de campesinas, mientras que éstas fijaban toda su atención en el castillo de la Virgen, ansiosas por ver lucir el primer cohete, iba poco a poco trabando con alfileres unas con otras las sayas de las pobres espectadoras que así, inconscientemente, quedaban mancornadas. Otros, en los sitios en que la oscuridad era un tanto densa murmuraban al oído de su vecino o vecina alguna alarmante noticia, y cuando él o ella se volvían asustados para interrogar al noticiero, ya éste andaba lejos bromeando en otro grupo. Esas bromas se empleaban con las sencillas gentes del campo; así es que muchos santiguándose devotamente decían que por allí andaba el malo o sus satélites las brujas; sin fijarse ni remotamente en la verdad del hecho. Tal es el poder supersticioso que domina a los campesinos que todo lo que no comprenden lo atribuyen inmediatamente a maléficas artes. Y sabiendo eso la juventud ilustrada, quiere divertirse un poco alarmando la ignorancia de aquellas buenas gentes, analfabetas sí, pero pacíficas y honradas. ¡Oh, alegre y bulliciosa juventud! ¡Eterna primavera de la temprana edad…! ¡La razón filosófica prohíbe sentir la nostalgia de tu ausencia!…

 

Capítulo XXXVII

Conferencia y algo más (Fragmento)

¿Y qué es la mujer, sino el hombre, bajo otra forma física? Tiene menos fuerza y más sentimiento: esa es toda la diferencia. Valido de la superioridad de su fuerza bruta, el hombre trató siempre de llevar del cabestro a la llamada erróneamente débil mujer. Ya en lo antiguo algún Filósofo griego declaró a la mujer: “raza intermedia entre el bruto y el hombre”, en lo cual, como en otras muchas cosas erraron miserablemente. El trabajo, ese gran eje en torno del cual gira todo el engranaje de la civilización moderna, era considerado por aquellos fatuos, como afrentoso. “El hombre libre, decían, no nació para trabajar, eso pertenece al esclavo”. ¡Vea Ud. que cacumen tenía aquella gente que se creía superior a la humanidad entera! En Ciencias y Artes fueron sobresalientes, pues aunque desde tiempo remoto, otros pueblos las practicaron, no se puede negar que Grecia las perfeccionó.

Respecto a la Moral, fueron pésimos; por eso adoraban Dioses y Diosas que tenían buenas y malas cualidades, tal cual ellos poseían. No faltaba en su olimpo un Dios borracho, ni una Diosa prostituta.

En Roma, tampoco fue bien tratada la mujer. Grandemente licenciosos los romanos, encerraban bajo llave a sus legítimas esposas para gozar amplia libertad en sus festines burdelescos, donde no faltaba la convidada hetaira. Sábese históricamente que aquellas esposas prisioneras, solían, para olvidar, emborracharse en su prisión. Si se trata del valor que puede desplegar la mujer, considere Ud. una Juana de Arco, al frente del ejército francés, montada en brioso corcel espada en mano, infundiendo espanto en las enemigas huestes que aterradas huían ante el empuje de una niña.

Hechos que parecerían fabulosos si no estuvieran tan cercanos al siglo presente que es imposible dudar de su autenticidad. Esa joven doncella puede presentarse como prototipo del valor femenino, pero hay otras que por su arrojo y valentía, también han merecido el título de Heroínas.

Se preconiza en todos los tonos que la mujer debe ser el Ángel del Hogar, conformándose con desarrollar en él las dotes de cariño y bondad que deben ser su único patrimonio. Pero esas prédicas vienen en línea recta de los hombres del pasado, que deseaban siempre algo de esclavitud para la mujer, y ahora no quieren soltar la rienda con que han tirado de su inerme compañera. Ella sería ese Ángel del Hogar, tan poetizado: tiene suficiente abnegación para serlo. Pero con frecuencia se halla enfrente de un tirano que, con su despótica conducta, echa a rodar la paz y armonía de ese hogar: sería preciso ser la ignorante de otro tiempo para sufrir paciente la arbitrariedad y desvío del esposo, a quien primero amó y después aborrece. ¿Y qué se hizo del Ángel del hogar? Pregúntelo usted a la infinidad de divorcios y matrimonios desunidos que pululan por doquiera. De esas separaciones, puede asegurarse que por lo menos, entre ciento, las noventa, sin duda, proceden del hombre. Las mujeres, en su gran mayoría, serían buenas, si los esposos, cumpliendo con su deber, no las ultrajaran.

Si nos remontamos a un pasado de dos mil años, o poco menos, vemos que si los hombres en el Circo romano afrontaban el furor de los gentiles que los arrojaban al martirio, las mujeres no retroceden ante los feroces rugidos de las fieras que las despedazan entre sus garras. Fue que la mujer siempre rebajada, quiso morir por el Justo, que trató de nivelarla con el hombre…

Por algunos siglos duró esa equitativa igualdad truncándose a la larga con motivo de la invasión de los Bárbaros, que volvieron a imperar despóticamente sobre sus compañeras.

Poco a poco va desapareciendo el régimen de injusta agresión, pero aún restan hartos residuos de él.

Al sistema liberal se debe el adelanto de la independencia femenina. Hoy vemos multitud de mujeres instruidas que saben ganarse honradamente la subsistencia de ellas mismas y a veces la de su familia, sin necesidad del hombre. A no existir el imperioso grito de la Naturaleza, que en la juventud pide amor; esas señoras no se casarían porque no necesitan ayuda para vivir. Pero los fuertes impulsos naturales las echan en brazos de un compañero. Situación la más hermosa y paradisiaca de la tierra. Si ese compañero es leal, le amará hasta la idolatría; si, por el contrario, es traidor, ¡oh! entonces perderá la estimación de la esposa, que dejará de amarlo, porque sin estimación el amor muere. En tales casos, la mujer vulgar busca nuevos amoríos: la instruida no quiere perder su propia estima. No se convertirá en mujer liviana. A los hombres les conviene que la mujer adquiera, por medio de sus luces, esa elevación necesaria al desarrollo de la dignidad individual, para no convertirse nunca en el hazmerreír de alguno.

 

Capítulo LI

El socialismo (Fragmento)

Después de implantar aquí mi nuevo modo de gobierno, os declaro que la tierra es de todo el que quiera y pueda trabajarla. El que guste, puede sembrar milpas y socolas, toda clase de cereales, leguminosas y tuberculosas, o lo que es lo mismo, granos que den harinas, frijoles, garbanzos, arbejas, o bien papas, moniatos o camotes, ñames, tiquisque o cualquier otro siembro. En esas cosechas, a no ser que yo vaya personalmente a trabajar con vosotros, no tengo, ni pido, parte alguna.

—¡Eso no puede ser, señor! Porque a lo menos el esquilmo…

—¡No habrá esquilma! No admitiré nada de lo que, con vuestras fuerzas hayáis adquirido, sin asociar yo las mías. Comprendo que Ud. señor Lucas, y todos los demás, tengan dificultad en entender este nuevo sistema. Yo voy a presentárselo más claro para que comprendan lo ventajoso que es para los trabajadores.

Los grandes cafetales de esta finca han producido muchas veces cuatro mil quintales de café. Suponed que uno con otro el quintal se venda a onza de oro. Vendida toda la cosecha rendirá cuatro mil onzas. ¿Sabe alguno de vosotros cuantos miles de duros contiene esa cantidad?

—Creo que no, señor; no sabemos cuentas.

—Bien, yo voy a decirlo: mil onzas, son dieciséis mil duros, valor de los mil quintales. Si le añadimos otros mil sube la cantidad a treinta y dos mil duros, y doblándola con los otros dos mil quintales la suma total que nos resulta será, justamente, sesenta y cuatro mil duros. Ahora bien; suponed que el dueño del cafetal gaste, lo pongo por alto, treinta mil duros en pagar salarios o jornales. De los sesenta y cuatro mil duros rendidos por la cosecha, si os pagó treinta mil ¿cuánto le sobra al patrón?

—¡Ah! Es muy feo decirlo, contestó siempre Lucas, pero de veras ¡no sabemos nada!

—Si nada sabéis es porque nunca os enseñaron nada; vosotros no tenéis la culpa: yo sé quién la tiene. Por ahora no trataremos de eso sino de nuestro asunto. Al patrón le sobran de los gastos de la cosecha treinta y cuatro mil duros, sin haber puesto mano en el trabajo, porque si hay cuentas que llevar, siempre tiene algún dependiente asalariado que ejecute ese ramo. ¿Habéis entendido bien?

—Sí señor.

—Entonces ¿sabéis ya por qué hay pobres y ricos?

—¡Ya lo creo! Sí señor. No sabemos cuentas pero lo otro sí lo entendemos bien.

—¿Y qué pensáis de ese modo de ganar sin trabajo?

—Pensamos que si los peones no trabajamos, el café se cae al suelo, porque no hay quien lo coja, y entonces el patrón no se hace rico sino pobre.

—¡Esa es la pura verdad! El dueño de la finca se enriquece con el trabajo de vuestros brazos y os paga un jornal que apenas os alcanza para vivir. Yo no quiero que en esta hacienda, vuelva a trabajarse bajo esa costumbre de pagar salarios. En el ramo de ganadería regirá también el nuevo sistema. Todos los terneros que nazcan de hoy en adelante, serán de los pastores que cuiden las vacas. Si fueren cuatro los que atiendan a cuarenta reses, el día que los terneros, ya toretes, se vendan, se hará el dinero que produzca esa venta, en cinco partes iguales, una para cada uno de los que cuidaron el ganado vendido, otra para mí. Tomo esa cantidad por la misma razón que tomo la del café, es decir, porque os entrego las cabezas de ganado ya en estado de producción. Los mismos que cuiden esos animales deben ser también los que se entiendan con la industria lechera: esto es, ordeñar y cuajar para hacer el queso. Eso, en esta finca, produce mucho. Pues bien; ya medio seco, ese producto se vende en los mercados de la capital, el dinero realizado es de los que tuvieron a su cargo la confección, o sea el cuidado de trabajar el queso, y será una parte igual a la correspondiente a cada uno, la que me daréis. Con el producto de la caña, que también os entrego los cañales en estado de producción, se hará el mismo reparto. La industria azucarera, en la hacienda no la hay. Eso pide una maquinaria de gran costo y muchos brazos empleados en ella. Pero tenemos buen trapiche, que funciona por fuerza hidráulica y no necesita muchos hombres para convertir la caña en panela, o tapas de dulce. Si media docena de hombres quieren dedicarse a ese trabajo, cortan entre todos la caña y la van apilando en las inmediaciones del trapiche: tenéis yuntas y carretas a vuestra disposición, en seguida arregláis buena porción de leña. Y ya provistos de los únicos dos artículos que ese trabajo pide, haréis funcionar la máquina que en pocos días os hará dueños de millares de tapas de dulce que, después, se repartirán religiosamente entre vosotros y yo, siguiendo el mismo método, o modo de repartir que ya os tengo explicado y os repito ahora: para mí una parte igual a la que corresponda a cada uno de vosotros. Cuanto al ganado caballar y mular, no necesita cuidado y por lo mismo no será vuestro en propiedad, pero sí podréis hacer uso de él cual tengáis que hacer algún viaje: en tal caso sois libres para montar cualquier bestia, pero no podréis venderla o cambiarla por otra. Es preciso que entendáis bien este modo de trabajo. Sois dueños de los terrenos de esta finca; podéis sembrar en ellos cuanto os acomode, pero no podéis vender ni un palmo del suelo. Os repito que la tierra es del mismo que la trabaje, y de nadie más. El día que cualquiera de vosotros deje de sembrar, sembrarán otros, con la misma libertad que antes lo hicisteis vosotros. Ahora bien; como este modo de gobierno exige que haya paz entre los asociados en un mismo trabajo, se necesita una cabeza que vea y atienda si los hombres cumplen bien lo dispuesto. Esa cabeza seré yo. Pongo un ejemplo: si unos cuantos quieren sembrar en el terreno llamado la Rosa, y otros cuantos desean ser ellos los que trabajen en aquel mismo lugar, para que no haya disputa, vienen los pretendientes a consultarme; y yo, que deseo mucho la paz para todos, echo suertes a ver a cual le toca; naturalmente que han de conformarse cuando es la suerte quien falla. Igual cosa se hará siempre que el terreno sea disputado para el uso de siembras, ya sea la Rosa, la Adelfa, o los Álamos, etc., etc. Tenéis completa libertad para criar ganado de cerda: vuestras mujeres pueden cuidarse de las marranas o puercas, que antes del año rendirán cada una su cosecha de gorrinos: convertidos en lechones tendrán fácil expendio o venta en los mercados. Si sabéis ser económicos, es decir, no gastar mucho, os respondo que nunca volveréis a ver la miseria; por el contrario, con el tiempo, seréis dueño de un modesto capital.

—Pero entonces Ud., señor, ¿se va a quedar pobre?

—No tal; tengo otra cosa con que vivir, pero si no tuviese otros recursos, me conformaría con las cantidades que me correspondan en vuestros dividendos o repartos. Soy cristiano y quiero practicar la doctrina de Cristo.

—Pero en esta tierra hay muchos cristianos, y, que yo sepa, ninguno hace eso que hace usted.

—No lo hacen porque llevan el nombre y no cumplen la ley de Cristo.

—¿Y por qué será? —añadió el mentado Lucas.

—Porque son cristianos nominales, de nombre; por fuera parecen una cosa, y son otra por dentro.

—¡Malo es eso!

—Tan malo que de no cumplir el mandato de Cristo, provienen todas las miserias de los pobres.

—¿Y cómo se llama, señor, ese modo de gobernar que hace tanto bien a los hombres?

—Se llama, amigos míos, el Socialismo.

—¿Y quién inventó esas costumbres, que parece que los pobres y los ricos son hermanos?

—El mismo Jesu-Cristo—ya os lo dije.

—¿Nunca cumplieron los hombres con esa ley?

El bueno de Lucas, tendía a la instrucción.

—Sí, la cumplieron por dos o tres siglos, repuso Alberto, pero después la dejaron porque querían hacerse ricos. En estos tiempos, allá por Europa, hay muchos hombres que quieren volver a la buena Ley, pero tienen en contra a todos los ricos, que son muchos: esos se oponen al buen sistema de caridad, para dominar siempre a los pobres, que trabajan por salario, por no morirse de hambre.

—¡Mala es esa gente! Terminó el jornalero, que desde aquel día dejaba de serlo.

 

Capítulo XL

Llegada a Río de Janeiro (Fragmento)

Don Alberto, al llegar ante el Emperador, hizo profundo reverente saludo, inclinándose sin doblar la rodilla. Don Pedro, sentando en ancho sillón de terciopelo rojo, franjeado de oro, medio se incorporó, saludándolo con leve inclinación de cabeza. El español quedó en pie aguardando la interpelación regia, que no se hizo esperar.

—Caballero, me habéis pedido una audiencia privada, servíos formular el objeto de vuestra petición.

—Sire, vengo a solicitar de vuestra real venia para la fundación y civilización de un pueblo salvaje.

—¡Oh! Eso es muy meritorio y jamás podría oponerme a ello.

—Además, pido a V. M. una Carta de Independencia para ese pueblo.

—¡Ah! ¿Queréis que esa fundación no esté sujeta a nuestro Gobierno Imperial?

—Justamente, Sire.

—¿Y podemos saber la causa?

—Al momento. Es que deseo civilizar y regir a mis salvajes, por otras Leyes que las que están hoy implantadas entre los imperios y reinos civilizados.

—¿Y qué sistema nuevo queréis! ¿Acaso son malos nuestro Gobierno y los europeos?

—No, Sire; bajo el régimen constitucional , que priva hoy entre los gobernantes, me parecen buenos.

—¿Entonces?…

—Mi objeto tiende a implantar en el nuevo pueblo el sistema socialista.

—¡Ah, ah! ¿Ese sistema que cuenta con algunos defensores y numerosos enemigos? ¿Os atrevéis a afrontar el odio de los capitalistas?

—Sin temor alguno, Sire, porque viene el línea recta de Jesucristo, el cual, como V. M. sabe, fue el mayor Socialista del mundo.

—En efecto, como hombre, esa fue su doctrina.

—Permítame, pues, V. M. preguntarle: ¿si el socialista es el sistema genuino predicado por el Gran Maestro, puede en algún modo considerarse malo?

—¡Imposible! Es sublime, como lo fue su Fundador.

—Pues si V. M. reconoce la grandeza de esa doctrina, creo que no se opondrá al desarrollo de mi idea. A saber: civilizar salvajes e implantar entre ellos el verdadero Cristianismo, por medio de las prácticas igualitarias y fraternales que impone el sistema socialista.

—Perfectamente: no me opondré, pero os advierto no olvidéis que el “Gran Socialista” fue martirizado por los ricos de su tiempo.

—Quizá yo no tendría el valor abnegado que se necesita para consumar grandes sacrificios. Pero entre los salvajes no existen capitalistas que traten de oponerse a la igualdad social; todos ellos, hombres y mujeres, van desnudos, tal cual nacieron; figúrese V. M. qué diferencias de posición habrá allí…

 

Capítulo XI

El incendio (Fragmento)

El hombre, al nacer, trae consigo gran cantidad de buenos y malos sentimientos. Los buenos, se desarrollan al contemplar las desgracias de sus semejantes; quisieran, con toda su alma, poderlas remediar. Los malos aparecen, con su exhibición de grandes riquezas al lado de miserias inauditas. Entonces surgen odios y venganzas, que jamás hubieran surgido a estar la sociedad constituida según el mandato Cristiano: “A tu prójimo como a ti mismo”, y pensar que ese mandato, no solo es Cristiano sino Mosaico, Budista y hasta impuesto por varias otras personalidades de remota antigüedad! Los hombres, de todas las épocas, no han querido practicar la fraternidad humana… ¡A su debido tiempo vendrá el castigo! Aunque creemos que las continuas guerras, consentidas por Dios, ya son un castigo para los infractores de la gran Ley de humanidad impuesta, hace millares de años, por quien sabía más que los modernos Legisladores…

Capítulo LXI

Renacimiento (Fragmento)

El hombre rico y el hombre pobre, nacen y mueren igualmente, lo cual nos evidencia la igualdad que debe existir entre los individuos. La tierra, el agua, el aire y el sol, son los cuatro elementos indispensables a la vida orgánica. El hombre no debe apropiarse en detrimento de sus semejantes, ninguna de esas fuerzas primordiales, que no son, ni nunca podrán ser con justicia, pertenencia de éste o del otro, porque ningún hombre ha podido por sí mismo crearlas. El que las creó las puso al servicio de todos los seres. Si hay multitud de hombres que viven y mueren en la indigencia, mientras otros nadan en la abundancia, llevando, no pocos, una viciosa, frívola y holgazana existencia, es porque desde tiempos remotos viene imperando en el mundo el ruin sistema de la fuerza bruta. Los más débiles han sido y son saqueados, materialmente aplastados por las mortíferas armas de pueblos que se creen altamente civilizados. ¡Qué civilización tan mal entendida! No tiene ésta por objeto acapararse terrenos, haciendo poderoso a un pueblo por medio de la destrucción de otro: no es ese su fin. Su benéfica tendencia es el mejoramiento de la humanidad por medio de la instrucción, el trabajo y la paz.

¿Se ve algo de eso en nuestros días? ¿Los gobernantes prohíben las guerras con otros Estados? ¡Ay, no!, la paz armada nos lo afirma. Si el hombre en su físico ha evolucionado favorablemente, no así en su ser moral. Según datos fidedignos, los hombres prehistóricos se destrozaban entre sí. ¿Qué es lo que practican hoy los pueblos que se dicen altamente ilustrados? ¿Por ventura, no les imitan? ¡Oh, sí!, con el agravante de inventar cada día armas más perfeccionadas para matar, en menor tiempo, mayor cantidad de hombres; armas que aquellos infelices, primitivos ignorantes, no conocían. Son, pues, más criminales los hombres ilustrados contemporáneos, que lo fueron nuestros remotos progenitores salvajes. Quizá dentro de un lapso de mil años, llegará el hombre a asombrarse del modo de ser sanguinario de los gobiernos actuales. Así debe suceder, porque si, como vulgarmente se dice, para muestra un botón basta, ya esas muestras no son místicas, puesto que en el mundo existen hoy, si bien en minoría, hombres benefactores de la humanidad, que bien quisieran encarrilarla por la senda verdadera, de que la arrojó la insaciable codicia de los acaparadores de territorios creados para la comunidad. Casi cinco años de vida solitaria en una caverna, donde no me faltaron alimentos para subsistir, orientaron mis ideas hacia el camino recto de la vida. El hombre no necesita acumular riquezas: necesita procurarse por medio del trabajo la alimentación, educación moral refinada, o intrínseca, esencia del mandato cristiano, para saber cumplir con su deber… y nada más.

Yo no puedo reformar las sociedades defectuosas que hoy pululan por doquiera, pero sí puedo fundar una nueva; pequeña hoy, mañana puede crecer y ensancharse. Cuando los hombres vivan bajo un régimen socialista: cuando sean miembros convencidos de ese humanitario sistema, único salvador de sus actuales miserias, conocerán por vez primera la felicidad, a la cual tienen derecho simplemente porque vinieron a la tierra, y la tierra es propiedad de todo el que viene a ella. Sólo la instrucción puede establecer verdaderas desigualdades entre los individuos; diferencia que puede obviarse fácilmente, el día en que los gobernantes, penetrados de verdaderos sentimientos benefactores hacia sus gobernados, echen por tierra las instituciones guerreras, causa de matanza y exterminio, sustituyendo los ejércitos sanguinarios, con ejércitos de maestros que impartan la educación hasta en el último confín de sus Estados… ¡Ah!, ese día los jefes de pueblos, serían inmunes: no tendrían que temer los ataques anarquistas.

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1913
El espíritu del río (1913), Juana Fernández Ferraz.

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