El Tratado de las tardes nuevas se sitúa dentro de la primera oleada vanguardista, junto a obras como Índice de las horas felices (1927), de Félix Delgado, Versos y estampas (1927), de Josefina de la Torre, Líquenes (1928), de Pedro García Cabrera, Diario de un sol de verano (1929), de Domingo López Torres, Lancelot 28º-7º (1929), de Agustín Espinosa o Campanario de la primavera (1930), de Emeterio Gutiérrez Albelo. Al igual que todos ellos, Julio Antonio de la Rosa surcó con su escritura muchas de las veredas que encajarían a la perfección en la órbita de la estética veintisietista, aunque en sus inicios comenzará publicando poemas lastrados por un epigonal romanticismo, entre los cabría situar las primeras composiciones del Tratado, agrupadas bajo el género título de «Primeros poemas», así como algunos poemas publicados en Hespérides como los titulados «Relámpago rojo» o «Presentimiento».
El Tratado de las tardes nuevas (1931) se compone de seis apartados líricos, cuyos títulos son «Primeros Poemas (1925-1926)», «Poemas Varios (1927)», «Poemas Ingenuos (1928)», «Tratado de las tardes nuevas (1929)», «Últimos Poemas (1930)» y «Plegaria». Como hemos mencionado más arriba, tras algunas composiciones que muestran unos primeros escarceos con el verso y con la estética romántica, en «Poemas varios» se abre un nuevo capítulo, en el que la poesía pura de clara influencia juanramoniana, así como la estética neopopularista e, incluso, algunas composiciones con leves toques ultraístas plantean un evidente cambio de rumbo. A partir de ahora, en palabras del propio poeta «mi verso es el esquema / de una realidad cierta, / de una visión sin viejos / prejuicios de razón». Conceptos ligados a la nueva literatura como «cristal», «blanco», «espejo» o «claridad» serán recurrentes a partir de ahora en su poesía. La veta neotradicionalista, que se verá acrecentada posteriormente en «Poemas ingenuos», permite al joven poeta posar su mirada sobre seres marginales ligados al mundo rural, como también lo hicieran Lorca, Alberti, Juan Ramón o Gerardo Diego. Títulos como «La curandera», «Poema de la gallinita ciega» o «Cañita de manzanilla» son buenos ejemplos de esta tendencia que convive con otros textos, como el titulado «Semblanza», cuya disposición casi caligramática muestra una poesía más intelectualizada, en la que tanto la disposición formal del texto en la página como la impronta simbólica que aportan las referencias cromáticas descubren a un escritor abierto a nuevas rutas.
«Tratado de las tardes nuevas», sección cuyo título es el mismo que el de todo el libro, ahonda en esta vertiente ultraísta: la sonoridad, el color, el ritmo, el mar, la luz se convierten en los puntos de anclaje del leitmotiv general, la tarde, momento taumatúrgico por excelencia. Decididamente su poesía se vuelve antirretórica en textos donde desaparece la puntuación, ahondando en una suerte de desnudez escritural que evidencia a un poeta que ya está a la vanguardia de la vanguardia insular. En esta sección destacan los textos cuyo título comienza con la expresión ‘tarde de’ (como «Tarde de molino», «Tarde de avión», «Tarde de jardín» y, especialmente, «Tarde nueva»), muy en sintonía con el Manual de espumas (1924), de Gerardo Diego, para quien un término o un sintagma era el punto de partida (el «trampolín», en palabras de Ortega y Gasset) para desgranar un aluvión de alusiones.
«Últimos poemas» y «Plegaria» muestran una voz poética que, en cierta medida, hay que situar en la estética de Cartones. Son un heterogéneo conjunto de poemas escritos poco antes de su fallecimiento, en los que respiran las líneas compositivas esbozadas con anterioridad: ultraísmo, neopopularismo y poesía pura. Gana terreno en las composiciones el paisaje, todo un motivo generacional, así como su compromiso con la tradición, que cobra vigor en textos cercanos formalmente al romance.