Alonso Quesada

Textos escogidos

DEL LIBRO EL LINO DE LOS SUEÑOS

LA ORACIÓN DE TODOS LOS DÍAS

¡Bendita la pobreza de mi casa!
Hoy la comida ha sido más humilde…
Mi madre ha sonreído tristemente,
pero había una paz en su mirada…

Yo gano el pan de una infeliz manera
porque yo no nací para estas cosas:
hago unas sumas y unas reducciones;
y así me consideran y me pagan…

Hoy hace cinco años que mi padre
me dejó este gobierno; cuando era
más amplia la ilusión, y la locura
pasaba por mi mente a enamorarse…

¡Bendita la orfandad, las privaciones,
el amargo dolor, y los caminos
por donde, sin oficio, voy andando,
profeso caballero de la Noche!…

Las seis mujeres de mi casa, dicen
que esta resignación me dará el cielo:
verdad será, porque lo dicen todas,
y ellas en esas cosas saben mucho…

Conformidad de toda pesadumbre:
¡Mañana moriremos!… Los gusanos
todo nos quitarán menos la risa
petrificada en nuestra calavera!…

¡Benditas sean las amargas horas,
la pobre compasión de los mayores
y esta inquietud de no saber mañana
dónde tendré el hogar y los ensueños!…
……………………………………………………….
Serenamente el mar viene a mi alma
en estas lentas tardes del verano;
sobre la arena de la playa aguarda
mi corazón la sombra que lo envuelva.
(¡Mi corazón de noche!… ¡Es esa dulce
y tenue claridad, que no es del cielo
ni de la tierra, y que en la noche tiembla
como una huella de la tarde ida!)

Y mi alma, tiende sobre el mar dorado
una esperanza de mejores tiempos,
en ese instante en que las cosas todas
por demasiado ciertas nos engañan…

¡Las venideras horas serán buenas,
y buena la verdad de mi reposo!
─digo, y bendigo la infantil creencia
de este mi pobre corazón, tan niño!…

 

ORACIÓN VESPERAL (A Luis Doreste)

La tarde muere, y tiene
todo el dulce color de mi recuerdo…
Porque cuente la historia de mi vida
que muera así la tarde se ha dispuesto.
El lejano sonido de una esquila
pone en la brisa un pastoril comento
que al perderse al través del cielo malva
hace brotar la rosa de un lucero.
El niño corazón tiembla y solloza:
tiene miedo de amar; pero es un miedo
que le gusta tener cuando la vida
es infantil, como esta tarde el cielo.
El pobre corazón tiembla, y parece
que busca otro rincón dentro del pecho,
otro rincón más hondo en que ocultarse
por temor de saber un cuento nuevo…
La tarde entera tiene
el color de la infancia de mi ensueño:
hay una golondrina misteriosa
que ha detenido en el azul su vuelo…
¡Yo pongo mi ilusión sobre sus alas,
y la quietud del lírico momento
se diluye en el oro más lejano
que no acabó de hilar el sol que ha muerto!…
Mi vida toda tiene
la suavidad divina de un secreto:
¡Parece que me dicen al oído,
con todo el corazón, que estoy viviendo!

 

DEL LIBRO LOS CAMINOS DISPERSOS

CAMINOS DOLOROSOS, VII

(Domingo.
Camino solitario de la aldea.)

Este niño está solo en el camino.
El niño es como yo, que tiene miedo.
Se va a perder y yo no puedo nada.
No tengo voluntad ni sentimiento.
Los infelices ojos me acarician
y llegan hasta dentro
pero no me remueven el alma…
Se han perdido, solos,
como en el mar los míos se perdieron.

El niño dice: ¿Dónde va el camino?
¡Siempre empieza este camino
sin acabar el comienzo!
Yo le respondo:
Es un camino nuevo,
a cada instante empieza misterioso
sin llegar nunca a ser camino viejo.
El niño llora, pero yo sonrío.
Y es que el dolor del niño está muy lejos
de mi dolor, que es un dolor cortado,
frío dolor sin sombras y sin eco…

ALIVIO DEL ALMA, I

(Pascua de Resurrección.
Camino de la clara aldea.)

¡Otra vez el amor…! Yo no sabía
que era el amor. El corazón alerta
dejó el recuerdo y despidió los sueños.
Luego cerró para el amor la puerta.

Mas ayer noche yo sentí que abrían
hollando el alma con graciosa huella,
trayendo sueños al recuerdo antiguo
de un nuevo aroma en juvenil esencia.
Hurto piadoso al corazón le hicieron,
quedó en el alma rota la Promesa;
docta en el arco del muchacho ciego
certeramente disparó la flecha.
Y en el silencio yo espere el pasado;
no era la misma la que hirió certera.
¡No era la misma! El corazón reía:
dos claros ojos infantiles eran…

Toda mi vida se juntó a tus sueños.
Domada el alma, ¿qué has de hacer con ella?
¿No será tarde para mi retorno,
temprano aún para tu edad pequeña…?
¡Oh, nueva moza del Amor! Mañana
yo no sabré si mi dolor se aleja,
mas no te lleves esos años niños
ya que han estado junto a mí, tan cerca.
Si es tarde para mí, no importa nada.
Tu desamor ni lo veré siquiera:
cuando tu corazón se olvide, el mío
será un oculto corazón de tierra…

TEXTOS SUELTOS

POEMA DEL HIJO

Los ojos claros
llenos de veinte años azules
preguntan en silencio: ─¿Y el hijo?
¡Ah, el hijo es un muñeco rosado
con la idiotez del bisabuelo!
El hijo es un gorila pálido
enfermizo y genial. Es un socialista
futuro. Un leguleyo atravesado.
Yo he sentido
el aplauso
del hijo en el teatro de la Princesa
y el error de que en un vientre niño
se engendre un ministro del Trabajo.. .
El hijo… Mira, ven al balcón.
En paz está el mar. El horizonte es alto.
Pon el hijo en la estrella.
Porque, ¿ves?, ¿ves a ese gentil caminante
policromado?
Es un hijo.
¿Y aquella sombra embriagada y rota
de la esquina?
Es un hijo.
Y ese barbudo clérigo que canta
es otro hijo.
Y ese boticario
de la ropa
de dril
refregado…
Otro hijo….
¿Para qué el hijo?
¿Por qué condenarlo
a esa nacionalidad
del hombre menguado?
Tierra, amorosa nodriza;
que tu mano acaricie y perdone el fracaso.
El hijo…
Hagamos un hijo
ideal que no llore. . .

 

DEL LIBRO CRÓNICAS DE LA CIUDAD Y DE LA NOCHE

LA FACTURILLA

Un día estáis sentados en la tienda de un amigo nuestro departiendo entusiasmados sobre la nota de un tenor o la faz de una holandesa que habéis visto desembarcar en el muelle, cuando observáis que penetra un señor sonriente, con aire seguro, desenfadado, y dice: ─«Buenas, amigo. ¿Tiene esa facturilla ahí?…

Facturilla ha dicho. Y nosotros pensamos que este amigo debe una cantidad pequeña: dos o tres pesetas. Pero no es así; el amigo debe doscientas pesetas. ¿Por qué ha llamado facturilla a esta nota que pide? El debía, según nos enteramos más tarde, esa cantidad hacía mucho tiempo; nunca pasaba por la calle donde estaba la tienda, pero hoy, como venía a pagar, ha penetrado con la seguridad de sus pesetas y la realidad de su liberación. Y ha querido melificar la factura, con el suave diminutivo: «Deme usted esa facturilla».

Aquí se llaman todas las cosas así. Un comerciante paga una letra y cuando la va a pagar dice: «Deme usted esa letrilla». Un enfermo de divieso se dirige a la botica y exclama: «¿Tiene usted ahí una unturilla para este diviesillo que me está saliendo?». Un tenorio se despide de nosotros para ver a su amiguilla; un padre compra para su hijo pequeño un juguetillo… Al referirnos a un amigo canceroso solemos exclamar: «Está jeringadillo». ¡Oh, el dulce, plácido y donoso diminutivo!…

¿Por qué llamará la gente las cosas tan cariñosamente?

Anoche oímos a un amigo maldecir. Referíase a otro amigo y su familia. Esta familia y este amigo habían hecho al nuestro una cosa terrible. Y el amigo los llamaba gentucilla: «Esos son todos una gentucilla».

Nosotros sentimos un temeroso respeto por las facturas de las tiendas, nunca podemos dormir si nuestro nombre está destinado a una factura, a una de esas facturas que insisten, y jamás podríamos llamar facturilla a esa espacie de dragón maldito que tiene un Debe grande, enorme, como unas fauces hambrientas en un rincón del papelillo.

BEETHOVEN EN LA NOCHE

Son las cuatro de la mañana. El silencio es amable. No cruza la calle ni un alma. Lejos, allá en una esquina se distingue una figura de mujer vestida de blanco que acecha y que desaparece al fin.

Nos detenemos. ¿Qué hacer en una ciudad provinciana a las cuatro de la noche, cuando no hay un café abierto y la luna se marchó a las doce? Vagar. Esperar una hora más para volver a esperar de nuevo.

Un hombre que viene del Casino nos saluda. Va exhausto. Una mujer desconocida y miserable nos pide dinero. En la ciudad sólo vagan en este momento el hombre del Casino, la mujer triste, la tartana del Parque y nosotros.

La panadería de nuestro amigo, donde todas las noches compramos pan, tiene las puertas cerradas. Nos acercamos y el silencio es también hondo allí.

¿Habrá traspasado nuestro amigo su panadería? ¿O se habrá arruinado y ya no hará más pan? Esta noche nos privamos del placer del pan caliente. El pan caliente que tanto inquieta a uno de nuestros compañeros que no lo come nunca por temor a la apendicitis. ─¿De dónde habrá sacado él estas supersticiones pintorescas?─ No hay pan. Las otras panaderías están lejos y nosotros necesitamos merodear cerca del telégrafo. Caminamos lentamente. Y de pronto, un rumor sordo apagado, suave… El sonido de un piano. Pero es un piano espléndido que tocan unas suaves manos. La emoción sutil de las manos artistas nos invade el espíritu. En el piano tocan la Sonata de Beethoven número cinco. ¿Quién es esta mujer romántica y divina que toca a Beethoven en el silencio augusto de esta madrugada?…

Las ventanas están cerradas, herméticamente cerradas. Es preciso acercarnos. La casa es de un solo piso; está apartada de las demás casas… El sonido del piano es suave. Tenemos que aguzar el oído. La mujer continúa tocando… ¿Tocará todas las noches? ¿Será efectivamente una mujer?…

EL FAROL DE LOS ESCOMBROS

Sobre los escombros de una casa que construyen hay un farolito de luz tenue, anémica. Este farolito es un alerta al transeúnte. Quiere decir: «Señor: usted que viene distraído, no observa que a vuestros pies se eleva una montaña de pedruscos, un montón de guijarros. Si no estuviera yo aquí, erguido como un alabardero, advirtiendo el peligro, usted señor transeúnte se rompería las narices».

Y nosotros agradecemos la advertencia al farolito, que tiene más espíritu y más bondad que su amo, el propietario, que allí lo mandó a poner antes de que anocheciera.

El amo, al poner el farolito, quiso defender las obras de su casa; una cañería abierta, un desagüe… ¿Qué sería de estas cañerías y de estos desagües si tropieza un hombre, cae y con él muchas piedras, y entre todos cubren el hueco…? El amo del farolito no ha pensado en cuidar de la vida del transeúnte; al amo le es lo mismo que el transeúnte viva o muera, goce o sea condenado… El sólo ha puesto el farolito, para que el ciudadano al no tropezar, libre a su fábrica de un pequeño retraso de dos horas.

Pero en cambio, el farolito, que es generalmente un farolito viejo que estaba sin encender hacía muchos .años, tirado en un rincón de la cocina; es más puro, más condescendiente que el amo. El farolito alumbra sólo por la vida del ciudadano, él no tiene intereses como el amo.

Al sacarlo ahora del rincón después de tantos años de abandono, el farolito, contento, alegre, feliz, sólo ha pensado en alumbrar a su amigo el trasnochador. Y así le vemos, desde que damos vuelta a una esquina, llamándonos con su temblorosa luz y diciéndonos: «Este egoísta del propietario me ha puesto aquí para que no le estropeéis un hueco que ha recubierto hoy de cemento. Si os caéis, además de perder la vida, le amargáis el hueco al señor. Pero yo, amigo noctámbulo, yo, alumbro por mi propia voluntad; yo sólo alumbro para que no perdáis la vida si caéis en este rincón. Aunque el hacendado crea que yo soy ciego instrumento de su codicia, no es cierto; yo soy un sentimental, yo soy un pobre farolito, que cuida tu pierna o tu mano, amigo, en las noches sin luna. Soy, en las ciudades solitarias, el único amigo de los trasnochadores. ¿Qué sería de vuestras almas sin el farolito de los escombros?…

NIEVE EN LA CUMBRE

Las cumbres áridas, las cumbres desoladas de la isla, han aparecido esta noche cubiertas de nieve. Cuando las nubes se han marchado al horizonte y la buena luna ha surgido sobre el mar, la nieve ha brillado tan graciosamente en las cimas como si estuviera contenta de haber venido a un lugar que no conocía…

Desde el puente, hemos visto la nieve. Es el caso inaudito, extraordinario, de todas las provincias ingenuas. El momento suave de las reboticas en que los ciudadanos más antiguos dicen: “Desde el año 50 no ha caído nieve. Yo no me acuerdo de haber visto nieve sino cuando era chiquillo. Me acuerdo de que mi padre me llevó al puente. ¡Qué frío hacía aquella noche!».

Y como en la ínsula nunca hay frío, todos nos acordamos siempre del día en que lo hubo.

Todos los ciudadanos de la rebotica marchan al puente a contemplar la nieve de la cumbre.

La noche, es azul, líricamente azul… Estas cumbres secas, ardorosas, tostadas de sol de enero a enero, han recibido esta noche un espléndido manto de nieve. Parece que respiran estos montes, más serenos, más pausados… Como si hubieran apagado una insaciable sed.

Los ciudadanos sencillos ven como la nieve brilla, y dicen unas palabras vulgares, pero amables. Esta limpidez, esta suavidad lejana, esta armonía blanca y purísima ha penetrado también en las almas de los ciudadanos.

Tan sencillos, sin abrigos, con sus cotidianas ropas, tiemblan de frío en el puente contemplando el panorama de la nieve en las cumbres.

Esta nieve tan pura y tan alba, es como una anhelada alegoría insular: una visión serena, lejana e inaccesible de las cosas.

CRÓNICA DE LA NOCHE

Como el amado Cervantes, nos quedamos con la pluma en alto sobre las cuartillas, y como no encontrásemos la frase precisa, clara, para expresar nuestro pensamiento, los ojos miraron hacia el ángulo de la habitación y se posaron sobre un amplio retrato del dilecto Heine. Al rato, nos quedamos dormidos con un sueño vacío como la muerte…

…Y nos hallamos frente a la puerta austera de un hospital. Tiramos del cordón de la campanilla, que tintinea en lejanía. Al poco tiempo, aparece una hermana pequeñita, pulcra, con la faz dorada, los ojos grandes, y nos pregunta tenuemente: —¿Qué desea? —Y nosotros que somos un poco místicos, contemplando a esta hermana nos acordamos de la hondamente dulce, de la profundamente alada Santa Teresa. Y por esta fútil evocación, nuestro espíritu se desdobla, y ansiamos vivir aquí, silenciosos, sosegados, sin gritos. ¡Vivir sin vivir!

Una campana, que se dilata en las anchas salas, frías, grises, irrumpe en nuestras pequeñas meditaciones. Y nos asombramos al ver que la hermana, de faz dorada, nos precede. Y nos interrogamos. —¿Le habremos balbuceado, inconscientes, la causa de nuestra presencia?— Y he aquí que nuestro espíritu vuelve a torturarse por otra nueva, pequeña idea. Y queremos detenerla; pero no nos atrevemos temiendo que ella desconfíe, se sorprenda, grite, y por nuestra puerilidad seamos lanzados, vergonzosamente, de esta casa de los valetudinarios. Y nuestro cerebro parece que se va apagando, y los ojos se nublan, y la hermana de ojos grandes se va esfumando, que se concreta a una sombra fina, larga, que se introduce por las ventanas cenitales, de vidrios rojos, azules, verdes. Y oímos toses pertinaces: lamentos largos, desgarradores. Y una angustia nos invade porque nos sentimos impalpables. Y parece que cruzamos el éter en una sensación indefinible. Y de súbito descendemos presintiendo el dolor de la caída…

…Y despertamos. Unos rayos de sol han penetrado inundando de claridad la pequeña habitación, y los ojos nuestros tornan a posar se sobre el amplio retrato del amado Heine, que parece que sonríe suavemente irónico…

[Ecos, 1-12-1916]

 

DEL LIBRO SMOKING ROOM

CÓMO MURIÓ MISS BLAND

Mister Smith, nuestro viejo amigo, murió en este cómodo sillón del hall. El hotel al cual pertenece este hall está situado a la orilla del mar. Tiene un aspecto gris, de pizarra. Los ingleses se acogen a él porque parece una chimenea de Londres, y por los altos ventanales sale gravemente el humo nostálgico de sus almas coloniales.

Por dentro, sin embargo, el hotel tiene un aire mixto: el hall es árabe, con emplastos decorativos de Valencia; y el comedor parece el de una casa de huéspedes de la calle del Barquillo. Los ingleses viven en él silenciosos. No se les oye nunca los pasos. Todo tiene ese mullido silencio del inglés colonial, gran sustitutivo de las alfombras.

Desde que Mr. Smith murió en el sillón, el sillón pasó al servicio de los moribundos. Un cómico español, lleno de rutina y de malos actos dramáticos, lo hubiera llamado el «sillón de la muerte». Los ingleses, menos final de siglo XIX, lo consideran simplemente shocking. Suelen poner algún número leído del Manchester Guardian o sacudir en el respaldar la pipa quemada. De resto, lo utilizan los que dan las últimas toses de despedida.

El sillón lleva diez años de existencia macabra. Corre el secreto, entre los indígenas criados del hotel, que en el sillón está sentada la tisis inglesa, en traje de baile, media desnuda.

Miss Florence Bland llegó al hotel del sillón, cuando hacía muchos años que nadie ocupaba el fúnebre artefacto. Y llegó con una tristeza significativa en los ojos y un turbio cansancio en el pecho. Miss Bland tenía los dedos largos, angustiosamente largos, de alcanzar las letras del teclado de la máquina. Era una muchacha solitaria, melancólica, esa clásica inglesa perdida por los rincones del mundo, que sólo guarda la amistad de una prima hermana y que trabaja en la vida como acariciando de pena el propio trabajo duro. El trabajo lo veía tristemente, parecía como que le daba dolor porque era rudo, pero no por ella sino por el pobrecito trabajo condenado a no ser gracioso y leve. Pasaba miss Bland por el trabajo como sus manos sobre el lomo de un perro de faldas enfermo.

Miss Florence tenía su máquina, su sueldo y su soledad extranjera. Además, lejos, una hermana con sus muchos hijos sanos y lindos. La inglesa cruzaba la carretera, la playa, con la pequeña tristeza de Inglaterra en el pecho. Era la tristeza fría, neblinosa. El sol caía sobre su corazón, pero su corazón no lograba arder. El recuerdo británico era siempre de niebla densa, húmedo y con ese polvillo helado de las grandes chimeneas ardientes que arrojan el polvo a la niebla de las calles crudas. Toda la memoria de miss Bland se hundía en unos sollozos llenos de nieve, unos sollozos que corrían detrás de su tos, como empujándola más lejos, como arrojándola a un fondo negro, para que no pudiera retornar.

Miss Bland llegó al hotel y, claro, empezó a sentarse en el sillón de mal gusto. La hermana no la quería a su lado. ¡Los niños sanos! ¡Ah, no podían malograrse los niños! La tierra atlántica era un sanatorio natural. Las toses tenían miedo al sol árabe. El sol, violento e iracundo policeman, no toleraba que nadie le tosiera. Miss Florence sabía, empero, que la muerte la espiaba.

Nosotros solíamos ver la muerte en la hora del té, cuando Mr. Johnson nos invitaba los sábados. Miss Florence, en el sillón terriblemente cómodo, de una comodidad eterna, lloraba silenciosa. ¡Tan suave como es la vida de una miss…! La muerte montaba una pierna sobre la otra y nos enseñaba una pantorrilla delgada, conocida de un Hyde Park de ultratumba. Mr. Johnson viendo a la miss nos decía:
—Está muy mal la señorita Bland. Tiene una gran tristeza por morirse. Ella lo sabe. La hermana la mandó a la isla porque tiene muchos hijos jóvenes. A mí no me parece natural esta decisión de la hermana. Miss Bland llora por eso. Tiene poco carácter.

Los días pasaban sobre el sillón del hall y la inglesita iba haciendo una bufanda de estambre con los días. Se abrigó al fin con los días y entonces la tos se fue haciendo más honda, más lejana, como si se retirara cortésmente por el foro del pecho. Pero era un mutis sombrío, trágico. A veces, como un personaje de Lope, hacía que se iba y volvía después.

La tos le menguaba, pero para tirar por ella desde dentro. El rumor del pecho dolorido parecía el de una máquina Hamond —la más silenciosa de las máquinas— dentro de una oficina cerrada. Tenía ese apagado sonido de las maquinillas, que se oye al pasar deprisa, un sábado a la tarde, por las oficinas inglesas. Un rumor rezagado de inglés que escribe deprisa, con el sombrero puesto y los bártulos del golf apoyados sobre la mesa de la máquina…

Las lágrimas de miss Bland rodaban por sus mejillas con un silencio de sueño. Hundíase poco a poco en el sillón de Mr. Smith y no lograba oír en el silencio de su amargura sino un Good morning cortante e irónico.

Por las noches subía la escalera de su cuarto con una suavidad de espectro y a la mañana siguiente volvía a llorar en el sillón de su marcha.

Una tarde me miró largamente y sus ojos se secaron de pronto. ¿Qué había visto? ¿Acaso la vida? Yo soy un hombre flaco, retorcido y feo. A veces, cuando la nacionalidad se me afianza demasiado, húndenseme los ojos y casi desaparecen entre los pliegues de mi americana. Esta tarde, yo tenía una persistencia conservadora en el alma y, aunque había aceptado el té de Mr. Johnson, mi corazón no andaba agradable. Miss Bland me miró con los ojos secos como para retener la imagen de mi figura… Después, no lloró en toda la tarde. Me vio subir con asombro infinito de dos en dos las escaleras, con una agilidad de deportista; y me vio fumar, más asombrada aún, cigarrillo tras cigarrillo. Y luego se palpó los brazos. Hizo ademán de levantarse entonces con una improvisada alegría pero no pudo… Volvió a mirarme…

Mr. Johnson le dijo:
—No se levante usted. Si le molesta a usted el humo…
Pero miss Bland sonrió tranquila, volvió a mirarme esperanzada y acarició el sillón de Mr. Smith…
Un momento de silencio. Y la vimos evadirse por el sillón, como una hormiga entre los pliegues del tapiz mortuorio. Oímos un leve crujido de huesos, como si una mano ruda hubiese apuñado de pronto unas cuantas espátulas de marfil…

Se llevó, afortunadamente, su mirada…

EL BREVE CUENTO DE UNA NOVELA

Mistress Harries usa unos pequeños lentes gordos y un sombrero panamá, decorado con una ancha cinta de seda verde. Vive junto a la playa. Tuvo un hijo en la guerra. Es una de esas tantas novelistas inglesas que nadie conoce y que todo el mundo lee, traducidas a otros idiomas. Mistress Harries ha seguido, con un mapa y las cartas de su hijo, el proceso sentimental de la guerra y ha escrito una novela, contando cómo le ha ido en las trincheras.

El lugar desde donde ve el mundo objetivo mistress Harries, es un lugar pacífico, sereno: mar azul, terso y sonoro… Montañas africanas y cielo español, con estrellas latinas por las noches. Y una luna redonda y burguesa cada mes. Sin embargo, mistress Harries ha estado en las trincheras. Y como es algo teósofa, aunque no haya estado en las trincheras de un modo real, lo ha estado en alma y ha inventado una historia romántica de un inglés que es poeta y comerciante, que lo matan mientras escribe un soneto: «Es un asunto muy bonito —nos dice—, le gustará a usted. A usted debe gustarle mucho».

«Mire usted, escuche usted. Mister Hodgson tiene una novia, una muchacha muy bonita, una girl muy inglesa que le dice: —Mister Hodgson, hay guerra. ¿Usted no se ha enterado que hay guerra? Le veo a usted distraído. Es preciso que vaya usted a defenderme la libertad del hijo que puede usted hacerme, si le place. A mí no me gustan los ingleses que no sean valientes. ¿No es usted valiente mister Hodgson?». Y la girl lo mira fijamente, pero el poeta- comerciante se sonríe. «¿No dice usted nada Mr. Hodgson? Veo que no está usted dispuesto a ofrecer su vida. Hace un año que debía usted estar en las trincheras. Han pasado doce meses y usted no se da por enterado. Usted no tendrá ni fuerzas para abrazarme, Mr. Hodgson. Esos abrazos que usted me ha dado en el Serpentine de Hyde Park han sido simulacros, las fuerzas no han sido de usted. Estoy muy disgustada con tener un novio cobarde». Y la girl da pataditas en el suelo y mira furiosa a su novio. Pero el inglés continúa sonriéndose.

«—Mister Hodgson, la sonrisa suya es muy inglesa. Yo comprendo que usted se ría con flema británica, y en tiempo de paz esa sonrisa puede ser definitiva, para un extranjero colérico, sobre todo. Pero ahora, ahora, mister Hodgson, ahora me está usted irritando… ¿Se ríe usted todavía? ¿Por qué se ríe, muriendo tanta gente en las trincheras, mister Hodgson, mientras usted se está quieto? ¡Dígame usted por qué! Necesito que me lo diga…»

Y entonces el poeta-comerciante cogió las manos de su novia, y de un modo tierno, sentimental, le dice: —«Oh, miss Amy, qué contento estoy con que usted sea así. Yo tenía mucho miedo de que usted no lo fuera. No quería llevarme un desengaño. Hace tres días que tengo la orden de incorporarme en el bolsillo. Yo me marcharé mañana. No había querido decirla a usted nada hasta que usted me lo dijera a mí. Estaba esperando ver si era usted digna de ser inglesa…».

Y miss Amy se echa a llorar y le da un beso en los labios a su novio, un beso muy grande, muy grande…

Mistress Harries vuelve a llorar, y así acaba la introducción y empieza la novela de la guerra.

La novela de mistress Harries es el poema de las novelistas inglesas. Todas las novelistas inglesas se pondrán, al leerlo, unos lentes de lágrimas. Mistress Harries nos mira al través de los suyos y como nuestra alma está pacífica y dulce ante todas las amenazas dice:

—Pero el capítulo que le he leído a usted no es nada comparado con el prólogo; el prólogo es lo original. ¿Quiere usted oír el prólogo?

La tarde es de ámbar. Le falta un lago azul a este limpio horizonte de la ventana de mistress Harries. Canta un pájaro. El lamento del mar es sutil. Una estrella, que no se suele ver en Inglaterra, asoma en la bóveda celeste y brilla como el caro diamante de una joyería. Mistress Harries comienza, lentamente, con voz tenue, voz de hall confortable y tibio…

Y mistress Harries se pone un poco triste cuando piensa en su novela. Y nos relata amorosamente un capítulo triste. Y nosotros nos ponemos tristes, porque su capítulo, aunque es cursi, nos parece bello. ¿Por qué nos parecen bellas, a veces, las cosas más cursis de la vida? ¿Por qué hallamos excelente, este lunes gris, la “Donna e móvile” de Rigoletto y el “Spirto gentile”, de La Favorita? Mistress Harries cree como nosotros que su capítulo es muy sentimental.

—¿Ha leído usted a Dickens, mister Quesada? ¿No es lo mismo que Dickens cuando habla de amor? Dickens es un sentimental. Los españoles creen que Dickens era sólo gracioso. A mí siempre me hacían llorar las obras de Dickens.

La novela de mistress Harries tendrá un éxito muy grande. Ninguna novela suya lo ha tenido, pero están traducidas a todos los idiomas. Ella no se ha enterado.

¿Cómo es posible que se traduzcan estos libros —pudiera pensar mistress Harries- si la edición no sale de mi casa?

Y es que las novelas de las escritoras inglesas están ya traducidas de antemano. Cuando una novelista se dispone a escribir su novela, ya esta novela está traducida. Y hay una, dos, tres casas españolas que hacen un gran negocio en América con estas traducciones. Son novelas que se venden mucho, pero que no producen inmortalidad.

Todas las novelistas inglesas no son más que una prolongada y eterna novelista que escribe la misma novela y que sólo leen, de plato a plato, tristes y emocionadas, estas lindas inglesitas que en los hoteles coloniales viven con un papá rojo, que es gerente de un Banco o militar de la India, retirado…

[La Publicidad, 7 septiembre 1919]

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