La luna se proyectaba sobre la proa como un mascarón inalterable y lejano que comunicara a la nave un falso sosiego silencioso. Quintero ojeaba las estelas efímeras en la noche y la insistencia de sus ojos rastreando las aguas delataba el deseo de la arribada que, pensaba, se hacía cruelmente morosa.
Atrás quedaba su peregrinación transoceánica y los años de su estancia americana. Era un tiempo ya desvaído el que, ahora, desde el cabezoneo funámbulo del navío rumbo al estuario, se le antojaba remoto y difuso en la memoria. Sin embargo, si lo intentaba, Quintero sabía que podía fijar el comienzo de aquella obstinada aventura de errabundez.
«Mejor olvidarlo. Tal vez nunca hubo origen ni principio».
Los maretazos acarreando algas para adosarlas, blandamente mucilaginosas, a la eslora, le ratificaban su ansia por abordar el tajamar isleño. Arrumbado persistía el pasado: desprendido y extraño a la rememoración. Pronto, en Isla Nacaria, como una lenta afirmación de lo imposible, empezaría el tiempo para él. Quintero se aprestaba para cometer su antiguo y permanente proyecto.
Acompasado al peregrinaje del navío el corazón de Quintero repicaba en su cerebro. Los rítmicos aldabonazos eran un continuo y voraz rezumar de ecos que prosperaban y se crecían ante la deseada culminación del viaje. Desde aquella ya añeja ocasión en que quedó deslumbrado ante el ígneo colorido que otorgaba a tafetanes, sedas y casimires la tintura obtenida del pulgón de las chumberas amerindias, Quintero se fijó un único propósito: regresar, poner en práctica su proyecto. Aquella idea lo asediaba como quien sabe que ha nacido para cumplir un solo designio.
«Será lluvia fecundante sobre Isla Nacaria».