He decidido no salir más al exterior. No lo necesito. En realidad, hace tiempo que vivo apartado. Puedo vivir sin los demás. Permaneceré como una carnal y desierta isla es esta isla de lavas, nubes y sueños crecidos en los espejos que el mar ofrece. Yo: mi propia isla. Los límites de La Casa Grande serán, desde ahora, los límites físicos del mundo en que me establezco. Nunca más he de traspasar esa frontera. Es lo que me propongo y mi empeño es firme compromiso, voluntad inalterable. En la finca tengo lo necesario para abastecer mi decisión. No es cierto que la sociabilidad sea tan definitiva de la esencia humana como la libertad. No para mí. Los seres humanos dependen cada vez más los unos de los otros, pero esa dependencia es una relación que se fundamenta en la crueldad, en el sometimiento, en el lento dominio de la muerte.
Como los puercoespines de la fábula. Así podría cifrarse la memoria del hombre sobre la Tierra. Aquel día de invierno, acosados por el viento gélido, envueltos en la nieve de las llanuras y entre los hielos que endurecían la superficie de lagos, fuentes y arroyos, los puercoespines decidieron apretarse unos contra otros, acurrucándose para darse calor. Mas sus púas les impidieron la proximidad que pretendían. No hallaron mutuo refugio ni consuelo, sino recíprocas heridas. Como los puercoespines la especie humana. Por eso nunca más saldré de La Casa Grande.